Había una vez, en un lejano país, un rey que vivía muy feliz con sus cuatro esposas...
Amaba mucho a su primera esposa. Ella era la mujer a la que más atenciones le brindaba: Ropa, calzado, consméticos, joyas... todo cuanto quería.
Amaba mucho, también, a su segunda esposa. Ella era una mujer muy hermosa. A él le encantaba "presumirla" por todos los reinos vecinos. Todos lo halagaban por la belleza de su segunda mujer. Sin embargo, él sentía que... algún día... ella se le iría con otro...
Amaba también a su tecera esposa. Ella era considerada "su confidente". Todo cuanto le acontecía a él, o en el palacio, sabía que podía contárselo. Ella siempre tenía tiempo para atenderlo, escucharlo, y brindarle su apoyo.
¿Y la cuarta esposa? Sí, la quería... una vez a la semana le regalaba un paseíto, una vez al año unas vacaciones, pero aunque ella lo amaba profundamente, él apenas se fijaba en ella...
Un día le detectaron al rey una enfermedad que, irremediablemente, lo iba a conducir a la muerte... el monarca, queriendo compendiar su vida, tratando de saber con quién contaba en esos momentos tan difíciles, mandó llamar a la primera de sus esposas, y le dijo:
"Tú eras la mujer a la que yo más atendía: Ropa, calzado, cosméticos, joyas... todo cuanto querías te entregaba. Quisiera saber si ahora, que me encuentro mortalmente enfermo, tú serías capaz de acompañarme y correr con la suerte que yo debo correr..."
Ella le contestó una sola palabra, palabra que le dolió mucho al rey:
"No".
Entonces, el monarca llamó a la segunda de sus esposas, y le dijo:
"Tú eres una mujer muy hermosa. A mí me encantaba "presumirte" por todos los reinos vecinos. Quisiera saber si ahora, que me encuentro mortalmente enfermo, tú serías capaz de acompañarme y correr con la suerte que yo debo correr..."
Ella, con cierto desaire, le contestó:
"Ni lo pienses, como bien sabes la vida es muy bella, y cuando tú te mueras, yo me voy a volver a casar..."
Esas palabras las sintió mucho el rey.
Entonces, mandó llamar a la tercera de sus esposas. Le dijo:
"Tú eras mi confidente. Todo cuanto me ocurría, todo cuanto en palacio acontecía, yo sabía que te lo podía contar. Quisiera saber si ahora, que me encuentro mortalmente enfermo, tú serías capaz de acompañarme y correr con la suerte que yo debo correr..."
A lo que la tercera esposa contestó:
"Mi rey, lamento decirte que en esto no te puedo ayudar. Lo más que puedo hacer por ti es llevarte a enterrar..."
El rey sintió que lo partía un rayo... cuando alcanzó a escuchar una vocecita apagada, de una mujer mal comida, mal vestida, mal tratada... la cuarta de sus esposas:
"Iré contigo a donde quiera que vayas..."
Y el rey, todo apesadumbrado, volteó a verla y tristemente exclamó:
"Y, ¿por qué yo no te atendí cuando pude?"
La verdad, es que todos nosotros intentamos vivir nuestra vida muy felices, con nuestras cuatro esposas:
La primera de nuestras esposas, ésa a la que todo le damos: Ropa, calzado, cosméticos, joyas... es nuestro cuerpo. Simplemente ésto no nos va a acompañar cuando nos muramos.
La segunda de nuestras esposas, ésa que nos encanta presumirle a todo el mundo, porque resulta una mujer muy "hermosa", son nuestros bienes materiales... el dinero. No nos engañemos, cuando nos muramos, todo lo que tengamos irá a parar en manos de otro...
La tercera de nuestras esposas, ésos a quienes consideramos "nuestros confidentes", son nuestros familiares y amigos. Cuando nos muramos... ¿qué más pueden hacer por nosotros, sino acompañarnos en un funeral?
Y la cuarta de nuestras esposas, ésa a la que poco atendemos, a quien dedicamos una vez por semana una misa dominical, y una vez al año unos ejercicios por la cuaresma, es nuestra alma... la única que nos acompañará a donde quiera que vayamos...
Ojalá que nosotros, al ocaso de nuestra vida, no volteemos a verla, como aquel rey, y le digamos entristecidos:
Amaba mucho a su primera esposa. Ella era la mujer a la que más atenciones le brindaba: Ropa, calzado, consméticos, joyas... todo cuanto quería.
Amaba mucho, también, a su segunda esposa. Ella era una mujer muy hermosa. A él le encantaba "presumirla" por todos los reinos vecinos. Todos lo halagaban por la belleza de su segunda mujer. Sin embargo, él sentía que... algún día... ella se le iría con otro...
Amaba también a su tecera esposa. Ella era considerada "su confidente". Todo cuanto le acontecía a él, o en el palacio, sabía que podía contárselo. Ella siempre tenía tiempo para atenderlo, escucharlo, y brindarle su apoyo.
¿Y la cuarta esposa? Sí, la quería... una vez a la semana le regalaba un paseíto, una vez al año unas vacaciones, pero aunque ella lo amaba profundamente, él apenas se fijaba en ella...
Un día le detectaron al rey una enfermedad que, irremediablemente, lo iba a conducir a la muerte... el monarca, queriendo compendiar su vida, tratando de saber con quién contaba en esos momentos tan difíciles, mandó llamar a la primera de sus esposas, y le dijo:
"Tú eras la mujer a la que yo más atendía: Ropa, calzado, cosméticos, joyas... todo cuanto querías te entregaba. Quisiera saber si ahora, que me encuentro mortalmente enfermo, tú serías capaz de acompañarme y correr con la suerte que yo debo correr..."
Ella le contestó una sola palabra, palabra que le dolió mucho al rey:
"No".
Entonces, el monarca llamó a la segunda de sus esposas, y le dijo:
"Tú eres una mujer muy hermosa. A mí me encantaba "presumirte" por todos los reinos vecinos. Quisiera saber si ahora, que me encuentro mortalmente enfermo, tú serías capaz de acompañarme y correr con la suerte que yo debo correr..."
Ella, con cierto desaire, le contestó:
"Ni lo pienses, como bien sabes la vida es muy bella, y cuando tú te mueras, yo me voy a volver a casar..."
Esas palabras las sintió mucho el rey.
Entonces, mandó llamar a la tercera de sus esposas. Le dijo:
"Tú eras mi confidente. Todo cuanto me ocurría, todo cuanto en palacio acontecía, yo sabía que te lo podía contar. Quisiera saber si ahora, que me encuentro mortalmente enfermo, tú serías capaz de acompañarme y correr con la suerte que yo debo correr..."
A lo que la tercera esposa contestó:
"Mi rey, lamento decirte que en esto no te puedo ayudar. Lo más que puedo hacer por ti es llevarte a enterrar..."
El rey sintió que lo partía un rayo... cuando alcanzó a escuchar una vocecita apagada, de una mujer mal comida, mal vestida, mal tratada... la cuarta de sus esposas:
"Iré contigo a donde quiera que vayas..."
Y el rey, todo apesadumbrado, volteó a verla y tristemente exclamó:
"Y, ¿por qué yo no te atendí cuando pude?"
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La verdad, es que todos nosotros intentamos vivir nuestra vida muy felices, con nuestras cuatro esposas:
La primera de nuestras esposas, ésa a la que todo le damos: Ropa, calzado, cosméticos, joyas... es nuestro cuerpo. Simplemente ésto no nos va a acompañar cuando nos muramos.
La segunda de nuestras esposas, ésa que nos encanta presumirle a todo el mundo, porque resulta una mujer muy "hermosa", son nuestros bienes materiales... el dinero. No nos engañemos, cuando nos muramos, todo lo que tengamos irá a parar en manos de otro...
La tercera de nuestras esposas, ésos a quienes consideramos "nuestros confidentes", son nuestros familiares y amigos. Cuando nos muramos... ¿qué más pueden hacer por nosotros, sino acompañarnos en un funeral?
Y la cuarta de nuestras esposas, ésa a la que poco atendemos, a quien dedicamos una vez por semana una misa dominical, y una vez al año unos ejercicios por la cuaresma, es nuestra alma... la única que nos acompañará a donde quiera que vayamos...
Ojalá que nosotros, al ocaso de nuestra vida, no volteemos a verla, como aquel rey, y le digamos entristecidos:
"¿Por qué yo no te atendí cuando pude?"
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