San Jerónimo

Nació en Dalmacia (actual Yugoslavia), en el año 342. San Jerónimo, cuyo nombre significa "el que tiene un nombre sagrado", consagró su vida por completo al estudio, traducción y comentario de las Sagradas Escrituras; es considerado uno de los mejores, si no el mejor, en este oficio.

En Roma estudió latín, bajo la dirección del más famoso profesor y retórico de su tiempo, Elio Donato, quien era pagano...

Jerónimo llegó a ser un gran latinista y muy buen conocedor del griego, del hebreo y de otros idiomas comúnes en su tiempo, pero muy poco conocedor de los libros espirituales y religiosos. Pasaba horas y días enteros leyendo y aprendiendo de memoria a los grandes autores latinos: Cicerón, Virgilio, Horacio y Tácito, y a los autores griegos: Homero, y Platón, pero casi nunca dedicaba tiempo a la lectura espiritual.

Poco a poco fue convenciéndose del cristianismo, y después de tiempo sensato, dispuso irse al desierto a hacer penitencia por sus pecados (especialmente por su sensualidad, que era muy fuerte, por su terrible mal genio y su gran orgullo). Pero allá, aunque rezaba mucho, ayunaba, y pasaba noches sin dormir, no consiguió la paz, descubriendo que su misión no era vivir en la soledad.

De regreso a la ciudad, los obispos de Italia, junto con el Papa, nombraron como Secretario a San Ambrosio, quien cayó enfermó y se decidió nombrar a San Jerónimo como su suplente, cargo que desempeñó con mucha eficiencia y sabiduría.

Viendo sus superiores los extraordinarios dotes y conocimientos de Jerónimo, el Papa San Dámaso lo nombró su secretario particular, encargado de redactar las cartas que el Pontífice enviaba a las distintas Iglesias, y luego lo designó para hacer la traducción de la Biblia a un lenguaje "popular". Las traducciones de la Biblia que existían en ese tiempo tenían muchas imperfecciones de lenguaje y varias imprecisiones o traducciones no muy exactas. Jerónimo, que escribía con gran elegancia el latín, tradujo a este idioma toda la Biblia, y esa traducción llamada "Vulgata" (o traducción hecha para el pueblo o "vulgo") fue la Biblia oficial para la Iglesia Católica durante 15 siglos.

Alrededor de los 40 años, San Jerónimo fue ordenado sacerdote. Pero sus altos cargos en Roma y la dureza con la cual corregía ciertos defectos de la alta clase social le trajeron envidias y resentimientos; sintiéndose incomprendido y hasta calumniado en Roma, donde no aceptaban su modo enérgico de corrección, dispuso alejarse de ahí para siempre, y se fue a Tierra Santa.

Sus últimos 35 años de vida los pasó en una gruta, junto a la Cueva de Belén. Varias de las ricas matronas romanas que él había convertido con sus predicaciones y consejos vendieron sus bienes y se fueron también a Belén a seguir el camino cristiano bajo su dirección espiritual. Con el dinero de esas señoras construyó en aquella ciudad un convento para hombres y tres para mujeres, y una casa para atender a los que llegaban de todas partes del mundo a visitar el sitio donde se crée nació Jesús.

Con tremenda energía escribía contra los herejes que se atrevían a negar las verdades de nuestra fe. La Santa Iglesia Católica ha reconocido siempre a San Jerónimo como un hombre elegido por Dios para explicar y hacer entender mejor la Biblia, por lo que fue nombrado Patrono de todos los que en el mundo se dedican a hacer entender y amar más las Sagradas Escrituras.

Murió un día como hoy, 30 de septiembre, del año 420... a los 80 años.

Fuente: aciprensa

De Catechizandis Rudibus (Segunda Parte)

SEGUNDA PARTE: PRÁCTICA DE LA CATEQUESIS

EJEMPLO PRIMERO.- PLÁTICA EXTENSA

24. Supongamos, pues, que viene algún ignorante a hacerse cristiano, no de los del campo, sino de los de la ciudad, como encontrarás muchos en Cartago; y supongamos que al preguntarle si busca algún provecho temporal, o si más bien desea hacerse cristiano por el descanso que esperamos después de esta vida, responde que busca el descanso de la vida eterna. A este tal podremos hablarle de esta manera:

La felicidad verdadera y los vanos placeres de este mundo

Gracias a Dios, hermano. Mucho te felicito y me alegro que entre tantas y tan peligrosas tempestades de este mundo, hayas pensado en ponerte a seguro en esta vida. Los hombres buscan el descanso y la seguridad a costa de grandes trabajos, pero las pasiones no les dejan dar con ellas. Quieren descansar en cosas movedizas y pasajeras, y como esas pasan, el temor y el dolor no les permiten estar tranquilos. Si quiere el hombre descansar en las riquezas, antes se hace soberbio que seguro. ¿No vemos acaso cuántos son los que las pierden repentinamente? ¿Cuántos los que perecen por causa de ellas, o por el ansia demasiada, o porque otros más codiciosos se las arrebatan? Y aunque permanecieran toda la vida con el hombre, y no abandonaran a su amante, él en su muerte las abandonaría; porque, ¿qué es la vida del hombre aunque llegue a la vejez? O ¿qué es la vejez sino una larga enfermedad?

Del mismo modo, ¿qué son los honores de este mundo sino humo, vanidad y peligro de ruina? Toda carne es heno, y la gloria del hombre caerá como flor de heno: Podrá secarse el heno, mas la palabra de Dios permanecerá para siempre (Is 40, 6 – 8). Por eso, el que desea el verdadero descanso y felicidad, debe quitar su esperanza de las cosas mortales y transitorias, y colocarla en la palabra de Dios, para que, abrazado a aquello que permanece para siempre, también él permanezca para siempre.

25. Hombres hay que ni quieren ser ricos, ni aspiran a las pompas vanas de los mundanos honores; sólo quieren pasar vida alegre en casas de vino y de placer, en teatros y espectáculos, y además cosas vanas que les ofrecen en abundancia las grandes ciudades. Estos, de tal modo consumen con su desarreglada vida sus haberes, que pronto se ven en la pobreza y recurren entonces al robo, a los asaltos, a los latrocinios, y se encuentran de repente envueltos en los mayores temores; y el que hace poco cantaba en los banquetes, ahora sueña con los gemidos de la cárcel.

En los espectáculos del circo se hacen semejantes a los demonios, excitando con sus gritos a hombres que no se han ofendido, para que luchen y se hieran sólo por dar gusto a un pueblo loco. Y si no se hicieron daño, los aborrecen y los persiguen, y claman que los castiguen con azotes, como a embaucadores, y obligan al juez, que es vengador de iniquidades, a hacer esta iniquidad. En cambio, si ven que se aborrecen como enemigos, sea que se trate de comediantes, de músicos, de conductores de carreras, o finalmente, de cazadores, a quienes obligan a luchar, ya entre sí, ya con las fieras; cuanto mayor sea la furia de los combatientes, tanto más se enardecen los espectadores, y excitándolos los aplauden, y aplaudiéndoles los excitan, y más se enfurecen entre sí, tomando partido por el uno o por el otro, que los mismos a quienes incitan a luchar. Pues, ¿qué paz, qué salud podrán tener en su ánimo los que se alimentan de discordias y de luchas? Porque la salud responde al alimento que se toma.

Finalmente, aunque goces insanos no son goces, sin embargo, esas mismas apariencias de placer tienen la abundancia de riquezas, la hinchazón de los honores, la guía de las tabernas, los combates del circo y el purito de las termas, las destruye en un momento una ligera fiebre, y deja al hombre despejado de toda felicidad aun en esta vida. Sólo queda la conciencia vacía y enferma, temiendo a Dios como juez, ya que no lo quiso buscar como protector, temblando de encontrarse con un amo riguroso, a quien no quiso tener por dulce padre.

Tú, en cambio, que buscas para después de la muerte la paz que se promete a los cristianos, encontrarás, aún entre los más amargos dolores de esta vida, tranquilidad y goce en el Señor, si guardares sus preceptos; y pronto verás que son más dulces los frutos de la justicia que los frutos de la iniquidad, y que mejor y mayor alegría tienen los hombres de buena conciencia en medio de las aflicciones, que los hombres de mala conciencia en medio de las delicias.

Fines torcidos en la conversión

26. Hay algunos que quieren hacerse cristianos para agradar a otros hombres de quienes esperan algún provecho o porque temen ofender a alguno. Estos más bien son réprobos que cristianos; y si la Iglesia los lleva dentro de sí por algún tiempo, como la era guarda en sí la paja hasta el tiempo de la trilla, si no se corrigieren y se hicieren de veras cristianos por amor al reino de los cielos, al fin de los tiempos serán de ella separados. No se engañen viendo que pueden estar en la era con el trigo de Dios, porque en el granero no estarán, sino que serán entregados a las llamas (Mt 3, 12).

Otros, con alguna esperanza mejor, pero con no menos peligro, temen a Dios, no se burlan del nombre de cristiano, no entran en la Iglesia con doblez, pero esperan su felicidad en esta vida; quieren ser en las cosas terrenas más felices que aquéllos que no tienen religión; y por eso cuando ven que algunos malvados y criminales llegan a la cumbre de la prosperidad, y ellos, en cambio, o no la consiguen o la pierden, se perturban como si inútilmente se hubieran entregado a Dios, y fácilmente abandonan la fe.

Intención recta: Esperanza del descanso eterno

27. Sólo el que se convierte por la eterna felicidad que se promete a los santos para después de esta vida y para no ir con el demonio al fuego eterno, sino al reino eterno de Dios con Cristo (Mt 25, 34 – 46), sólo ése es cristiano verdadero, seguro en medio de las tentaciones, que ni se deja envanecer por las cosas prósperas, ni abatir por las cosas adversas; modesto y templado en medio de la abundancia de bienes temporales; fuerte y paciente en las adversidades. Este aprovechará de veras y llegará a tal grado de virtud, que no se moverá ya por el temor del infierno, sino por el amor de Dios; de modo que aunque Dios le dijera: goza cuanto quieras de las delicias de la carne, peca cuando puedas, no morirás, no irás al infierno, pero tampoco estarás conmigo, se horrorizaría y por nada del mundo pecaría, para no ofender a aquél a quien ama, en el cual solamente está el verdadero descanso que no han visto los ojos, ni percibido los oídos, ni presentido el corazón del hombre, y que Dios tiene preparado para los que lo aman (1 Co 2, 9).

28. De este descanso habla la Escritura cuando dice que en el principio del mundo, cuando hizo Dios el cielo, la tierra y todas las cosas que hay en ellos, trabajó seis días y el séptimo descansó. Él, como omnipotente, podía haberlo hecho todo en un momento; no necesitaba descansar, puesto que dijo y las cosas se hicieron; mandó, y las cosas fueron creadas (Sal 148, 5). Mas quiso significar que después de las seis edades de este mundo, en la séptima edad descansará en los santos, porque ellos descansarán en Él después de servirle con buenas obras. Aunque más bien es Él el que en ellos hace las buenas obras. Aunque más bien es Él es que en ellos hace las buenas obras: Él llama, Él ordena, Él perdona los pecados pasados y justifica a aquél que antes era pecador. Pues así como obrando bien los justos por su gracia, se dice muy bien que el mismo Señor obra, así también se dice con razón que descansa cuando los santos descansan en Él. Pues por lo que a Él toca, no busca descanso, porque no se siente el trabajo; todo lo hace con su palabra, y su palabra es Cristo en quien descansan los ángeles y todos los espíritus celestes en santo silencio. El hombre cayó por el pecado, perdió la paz que tenía en la divinidad del Verbo, en el tiempo oportuno, se hizo hombre y nació de una mujer. No podía ser contaminado por la carne cuando venía a limpiar la misma carne. Los santos antiguos supieron que había de venir por revelación del Espíritu Santo, y lo profetizaron: y así se salvaron creyendo que había de venir, como nosotros nos salvamos creyendo que vino. Creamos, pues, para que amemos a Dios, que nos amó de tal manera, que envió a su único Hijo para que vestido de pobreza y de nuestra mortalidad, muriera en manos de los pecadores y por los pecadores. Altísimo en este misterio, que no ha cesado de ser prefigurado y anunciado desde el principio de los tiempos.

Plan primitivo de Dios sobre la humanidad

29. Dios omnipotente y bueno y justo y misericordioso, que hizo todas las cosas, las pequeñas y las grandes: las supremas y las inferiores; las visibles como el cielo, la tierra y el mar, las plantas y los animales; y las que no se ven como los espíritus que dan vida y vigor a los cuerpos; hizo también al hombre a su imagen y semejanza, para que así como Él por su omnipotencia gobierna todas las cosas, así el hombre por su inteligencia, con la cual conoce y reverencia a su Creador, gobernara a todos los animales de la tierra. Le dio por compañera a la mujer, no para la satisfacción de la concupiscencia, puesto que antes de que viniera sobre ellos la pena de la mortalidad ni siquiera tenían cuerpos corruptibles, sino para que el varón tuviese gloria por la mujer conduciéndola a Dios, dándole ejemplo de santidad, y piedad, así como él mismo había de ser gloria de Dios, dejándose llevar por su sabiduría.

30. Puso Dios a nuestros primeros padres en un lugar de felicidad perpetua, que llama la Escritura “Paraíso” y les impuso un precepto, para que si lo guardaban permanecieran siempre en aquella inmortal felicidad, mas si lo quebrantaban fueran castigados con la muerte.

Previsión del pecado

Dios ya sabía que lo habían de quebrantar y, sin embargo, como es el Creador y autor de todo bien, hizo a los hombres con más razón que a las bestias para llenar la tierra de bienes de terrenos; porque, a la verdad, mejor que las bestias es el hombre, aún siendo pecador; y les impuso un precepto que no habían de observar, para que no tuvieran disculpa cuando empezara a castigarles. Haga el hombre lo que haga, Dios siempre recibirá gloria de él; si obra bien, recibe Dios la gloria de la justicia del premio; si peca, la de la justicia del castigo; si confesando su pecado vuelve a la buena vida, recibe Dios gloria por la misericordia del perdón. Pues, ¿por qué no había de hacer al hombre aún sabiendo que había de pecar, aquel que corona a los perseverantes, endereza a los que caen, ayuda a los que se levantan, lleno de gloria por su bondad, su justicia y su clemencia? Sobre todo que sabía que de aquellos pecadores habían de nacer santos, que no se buscarían a sí mismos, sino que buscarían la gloria del Creador, y libres así de toda corrupción merecerían vivir siempre, y vivir bienaventurados con los santos ángeles.

Terrible responsabilidad del libre albedrío

A los ángeles como a los hombres, dio Dios el libre albedrío para le sirvieran, no con necesidad servil, sino con voluntad generosa; así que tampoco el ángel que por soberbia abandonó la obediencia de Dios con otros espíritus, sus satélites, y se convirtió en demonio, pudo hacer daño a Dios, sino a sí mismo. Dios sabe aprovechar muy bien para el orden del mundo las almas que le abandonan, y de su justa desgracia sacar con leyes sapientísimas nuevos adornos para las partes inferiores de su obra. Así, pues, ni el diablo pudo hacer mal a Dios con su caída, y menos seduciendo al hombre, ni el hombre tampoco disminuyó en lo más mínimo la verdad, el poder y la felicidad de su Creador, siguiendo libremente a la mujer seducida por el diablo contra la prohibición de Dios. Todos fueron castigados por justísimo derecho. De Dios fue la gloria por la justicia del castigo; de ellos la ignominia por la vergüenza de la pena; el hombre, separándose de su Creador, cayó bajo el poder del demonio; el demonio quedó expuesto a ser vencido por el hombre que quiera volverse a su Creador; de modo que quien siga al demonio hasta el fin de su vida, irá también a los eternos suplicios; pero el que se humille delante de Dios y con su gracia venza al demonio, ganará con su victoria los premios eternos.

La ciudad de Dios y la ciudad del mal

31. Y no debe perturbarnos el ver que sean muchos los que siguen al demonio y pocos los que siguen a Dios, porque también el trigo, comparado con la paja, ocupa poco espacio. Pero así como el labrador sabe lo que ha de hacer del inmenso montón de paja después de recoger el trigo, así para Dios no significa nada la muchedumbre de los pecadores, porque sabe lo que ha de hacer de ellos para que su reino no sea en ninguna manera perturbado o afeado. No hay que creer que ha vencido el demonio porque arrastra consigo a muchos, pues con todos ellos será vencido por pocos.

Dos ciudades o reinos existen en el mundo desde el principio del género humano: uno, el de los malos; otro, el de los buenos; ambos permanecerán hasta el fin de los siglos unidos en cuanto a los cuerpos, aunque separados en cuanto a las voluntades, y en el día del juicio serán separados también en cuanto a los cuerpos. Todos los hombres servidores de la soberbia, del dominio temporal, de la hinchazón y arrogancia, y todos los espíritus que persiguen estas mismas cosas y buscan su gloria esclavizando a los hombres, forman juntos una sola ciudad, y si algunas veces luchan entre sí mismos, igual es el peso de la codicia que a todos arrastra a las más hondas profundidades, donde se juntarán por la semejanza de sus obras y costumbres. Asimismo todos los hombres y todos los espíritus que buscan humildemente la gloria de Dios y no la suya, y que siguen a Dios con piedad, pertenecen a una sola ciudad. Y, no obstante, mientras llega el día de la separación definitiva, Dios misericordiosísimo tiene paciencia con los hombres malos y les da tiempo de penitencia y conversión.

32. Cuando el diluvio destruyó a todos los hombres, y uno solo con los suyos se salvó en el arca, sabía que aquellos pecadores no se habían de corregir, y sin embargo, cien años duró la fabricación del arca, y en todo este tiempo se anunció a los hombres que la ira de Dios estaba pronta a descargarse sobre ellos, y que si se convertían, Dios les perdonaría, como perdonó más tarde a Nínive cuando hizo penitencia (Jon 3). Así da Dios tiempo para convertirse aun a aquellos que sabe que han de perseverar en su maldad, para darnos ejemplo de longanimidad. ¿Con cuánta más razón hemos de tolerar nosotros a los malos, no sabiendo lo que han de hacer más tarde, cuando Él los toleró, conociendo perfectamente el porvenir? En aquel misterio del diluvio en el que en un leño se salvaron unos pocos justos, estaba figurada la Iglesia, a la cual salvó del común naufragio de este siglo su Rey Jesucristo por el misterio de la cruz. Tampoco ignoraba Dios que de aquellos que se salvaron en el arca nacerían hombres malos, que habían de llenar de nuevo de iniquidad la faz de la tierra; y sin embargo, quiso dar una muestra del juicio futuro, y quiso figurar la salvación de los santos mediante el misterio de un madero. Después de esto no cesó tampoco de pulular la malicia al calor de la soberbia y la corrupción e iniquidad de los hombres hasta tal punto, que no solamente abandonaron los hombres al Creador para entregarse a las criaturas hechas por Él y adorarlas como si fueran dioses, sino que se postraron también delante de las obras de sus mismas manos. Con lo cual triunfaron los demonios alegrándose de verse adorados y reverenciados por los hombres en aquellas imágenes y alimentando sus propios errores con los errores del género humano.

El pueblo de Israel, figura de la Iglesia

33. Tampoco entonces faltaron justos que buscaron a Dios piadosamente y vencieron la soberbia del demonio, ciudadanos de aquel otro reino, a quienes sanó la humildad del Mesías que había de venir, como lo supieron por revelación del Espíritu Santo.

Uno de ellos fue Abraham, siervo piadoso y fiel, escogido por Dios para descubrirle el misterio de su hijo, para que por la imitación de su fe todas las gentes y todos los pueblos fueran llamados hijos suyos. De él nació el único pueblo que sirvió al Dios verdadero, Creador del cielo y de la tierra, mientras todas las demás gentes servían a los ídolos y a los demonios.

En este pueblo está figurada la Iglesia mucho más claramente, pues en él había una multitud de hombres carnales que servían a Dios por los beneficios temporales, pero también algunos pocos que tenían su pensamiento fijo en el descanso eterno y buscan la patria celestial. A los cuales por el don de profecía se reveló la futura humillación de nuestro Dios y Rey y Señor Jesucristo, para que por esa fe quedaran curados de toda soberbia e hinchazón. Ni sólo las palabras de estos santos anunciaron el nacimiento del Señor, sino que su vida, su matrimonio, sus hijos y sus hechos, fueron otras tantas profecías de este tiempo nuestro, en el cual por la fe en la pasión de Cristo se forma la Iglesia, separándose de los gentiles. Aquellos santos patriarcas y profetas eran los encargados de administrar los beneficios visibles al pueblo carnal y de castigarlos a tiempo como su dureza lo exigía. En todo lo cual se significaban también misterios espirituales que pertenecen a Cristo y a la Iglesia. Miembros de esta Iglesia eran también aquello santos, aunque hayan vivido antes que Jesucristo naciera según la carne. Pues fue así, que el Hijo unigénito de Dios y palabra del Padre, igual y coeterno con Él, por quien fueron hechas todas las cosas, se hizo hombre como nosotros para ser como la cabeza de todo este cuerpo de la Iglesia. Y así como cuando nace un hombre, aunque extienda primero una mano, sin embargo, todo el cuerpo nace sujeto y subordinado a la cabeza, así también todos los santos que nacieron antes de Jesucristo, pertenecen a este cuerpo, cuya cabeza es aquel a quien ellos se sujetaron.

34. Aquel pueblo fue trasladado a Egipto y estuvo bajo la servidumbre de un rey rigurosísimo; y oprimido con terribles trabajos, buscó en Dios un libertador, y Dios le envió un santo siervo suyo de aquel mismo pueblo, Moisés, que con el poder de Dios aterrorizó con grandes milagros a la impía gente de Egipto, y sacó de allí al pueblo escogido a través del Mar Rojo, donde separándose las aguas abrieron paso a los caminantes, y cerrándose devoraron a los egipcios que los perseguían. Pues así como por el diluvio, fue purificada la tierra de la maldad de los pecadores, y sólo los justos se salvaron en el arca, así el pueblo de Dios en su salida de Egipto encontró camino a través de las aguas, en las cuales sus perseguidores encontraron la muerte, y no faltó aquí tampoco el misterio de un madero, pues la vara de Moisés fue la que hizo el milagro. Uno y otro suceso son figuras del santo bautismo, por el cual los fieles salen a nuestra vida, y sus pecados, que son sus enemigos, quedan borrados y muertos.

La pasión de Cristo se representa muy claramente en aquel pueblo cuando se les dio orden de que mataran y comieran un cordero, y con su sangre tiñeran el dintel de las puertas, y que celebraran esta ceremonia todos los años con el nombre de Pascua del Señor. Conforme a esto, una profecía clarísima dice de Cristo Señor nuestro, que fue llevado como cordero al matadero (Is 53, 7). Por eso, pues, te has de señalar con la cruz en la frente, que es como el dintel del espíritu, como lo hacen todos los cristianos.

35. Después fue conducido aquel pueblo a través del desierto por espacio de cuarenta años, y recibió la ley escrita por el dedo de Dios. Así designa la Sagrada Escritura al Espíritu Santo, como se ve clarísimamente en el Evangelio (Lc 11, 20). No tiene Dios forma corporal, ni podemos imaginar en Él miembros ni dedos como se ven en nuestros cuerpos. Pero como el Espíritu Santo reparte los dones de Dios a los santos de modo que éstos, recibiendo facultades, no se separen, sin embargo, de la concordia y caridad; se representa muy bien en los dedos, en los cuales se ve una especie de división formando una maravillosa unidad. En fin, sea por otra causa cualquiera, al Espíritu Santo se le llama el dedo de Dios, sin que por eso hayamos de pensar en Dios forma corporal. Recibió, pues, aquel pueblo la ley escrita por el dedo de Dios en tablas de piedra, para significar la dureza de su corazón, pues no la habían de cumplir. Como sólo deseaban de Dios bienes corporales, más les contenía el temor carnal que la caridad espiritual, siendo así que para cumplir la ley hace falta caridad. Por eso se les impuso la carga de muchas ceremonias visibles, bajo las cuales vivieron sujetos como con un yugo servil: distinción de manjares, sacrificios de animales y otras cosas innumerables, todas las cuales eran figura de las cosas espirituales pertenecientes a la Iglesia y a Jesucristo Nuestro Señor, y entonces por muy pocos eran observadas y entendidas; la mayor parte las observaban sin entenderlas.

36. A través de muchas figuras de las cosas por venir, que sería largo enumerar y que vemos ya cumplidas en la Iglesia, fue llevado aquel pueblo a la tierra prometida para que reinara carnal y temporalmente conforme a su deseo. Este reino temporal fue también figura de nuestro reino espiritual; allí se fundó Jerusalén, la famosísima ciudad de Dios, para servir de figura a la ciudad libre que se llama celestial Jerusalén (Gal 4, 25 – 26), palabra hebrea que significa “visión de paz”. Sus ciudadanos son todos hombres justos, que han existido, existen y existirán, y todos los espíritus justos, hasta los más excelsos, que no imitaron la soberbia del diablo y de sus ángeles, sino que con piadosa devoción sirven a Dios. El rey de este reino es Cristo nuestro Señor, palabra de Dios por la que gobierna los ángeles, palabra hecha hombre, para que por ella se gobernaran también los hombres y reinaran con Él en paz eterna y para siempre. En representación de esto se distinguió en aquel reino de Israel el rey David, de cuya estirpe, según la carne, viene nuestro verdadero rey y Señor Jesucristo, que estás sobre todas las cosas, Dios bendito para siempre (Rom 9, 5).

Muchas cosas sucedieron en aquella tierra de promisión en representación de la futura Iglesia y de Jesucristo, que irás viendo poco a poco en los Sagrados libros.

37. Después de algunas generaciones manifestó Dios otra figura muy propia de las cosas futuras. Aquel reino cayó en cautiverio, y gran parte del pueblo fue llevado a Babilonia, que así como Jerusalén, significa reino de los impíos, pues, según dicen quiere decir “confusión”. Estos son los dos reinos que desde el principio del mundo van mezclados y no serán separados hasta el fin de los tiempos en el juicio final, como dijimos antes. Jeremías, profeta de aquel tiempo, anunció la cautividad de Jerusalén y la servidumbre del pueblo en Babilonia. Hubo, sin embargo, algunos reyes entre los dominadores de los israelitas, que, con ocasión de su cautiverio, en vista de algunos, estupendos milagros, conocieron y reverenciaron y mandaron adorar al único verdadero Dios, Creador de todas las cosas. Mandó Dios a los israelitas orar por aquéllos que los tenían cautivos, y a la sombra de la paz de su reinado esperar la paz futura criando sus hijos, edificando casas, plantando huertos y viñas, y les prometió que después de setenta años serían libres de la cautividad.

Todo lo cual significaba que la Iglesia de Cristo, en todos sus santos, que son los ciudadanos de la celestial Jerusalén, había de estar sujeta a la servidumbre de los reyes de este mundo. Por eso dice el Apóstol: Todo hombre sujétese a los supremos poderes; y en otra parte manda dar a todos lo suyo: A quien se debe tributo, el tributo; a quien se debe impuesto, el impuesto (Rom 13, 1. 7). Con lo demás que, dejando aparte el culto que debemos a Dios, tributamos a los príncipes terrenos, ya que el mismo Señor, para darnos ejemplo de esta sana doctrina no se desdeñó de pagar tributo (Mt 17, 26), por la misma forma de que estaba vestido. También se manda a los siervos cristianos obedecer de buena gana y fielmente a sus señores temporales (Ef 6, 5), advirtiendo que si los señores fueron malos, los siervos al fin de los tiempos les han de juzgar; mas si fueren buenos y se convirtieron al verdadero Dios, siervos y señores reinarán igualmente con Cristo. Todos, finalmente, tenemos que observar a todo poder temporal legítimo hasta el tiempo señalado, representado por aquellos setenta años, en el cual la Iglesia se vea libre de este cautiverio, como Jerusalén del cautiverio de Babilonia. Con ocasión de este cautiverio los mismos reyes terrenos, abandonando sus ídolos, por los cuales perseguían a los cristianos, conocieron y adoraron al único verdadero Dios y a Nuestro Señor Jesucristo y San Pablo mandaba hacer oración por ellos, aun en tiempos en que perseguían a la Iglesia.

“Ante todo – dice – les ruego que hagan oraciones, plegarias y súplicas por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en puestos elevados, para que llevemos una vida segura y tranquila con toda piedad y castidad” (1 Tim 2, 1 – 2).

Así, pues, estos reyes han dado paz a la Iglesia, aunque sólo temporal, para edificar espiritualmente casas y plantar huertos y viñas, al modo que ahora con estas palabras procuramos plantarte y edificarte a ti también. Y asimismo se hace por todo el orbe de la tierra a la sombra de la paz de los reyes cristianos, como lo dice el mismo Apóstol: Ustedes son la plantación de Dios, ustedes son el edificio de Dios (1 Cor 3, 9).

38. Después de los setenta años que había profetizado místicamente Jeremías para simbolizar el fin de los tiempos, se restituyó y construyó de nuevo el templo de Dios en Jerusalén, para completar la figura; pero como sólo era figura, no fue firme la paz, ni la libertad dada a los judíos, y por eso poco después fueron hechos tributarios por los romanos.

Desde que ocuparon la tierra de promisión y empezaron a gobernarse por reyes, para que no fueran a creer que se cumplían las promesas en alguno de ellos, se les anunció a Cristo claramente y de muchas maneras, no solamente por el rey David en el libro de los Salmos, sino también por otros muchos santos y profetas, hasta el tiempo de la cautividad de Babilonia. Y en la misma cautividad hubo también profetas que anunciaron al Señor que había de venir, Jesucristo, el libertador de todos; y cuando pasados los setenta años se edificó de nuevo el templo, sufrieron los judíos tanta opresión de parte de los gentiles, que bien pudieron comprender que no había venido todavía el libertador, que ellos no querían entender espiritualmente, sino en orden a la libertad temporal.

Las seis edades del mundo

39. Han pasado ya cinco edades del mundo, dos de las cuales están claramente indicadas en las antiguas escrituras: la primera desde el principio del género humano, es decir, desde Adán hasta Noé, que construyó el arca con ocasión del diluvio. La segunda desde Noé hasta Abraham, que fue llamado “padre de todas las gentes” que le imitaron en la fe, y especialmente padre de los judíos que vinieron de él según la carne, único pueblo que conoció y sirvió al verdadero Dios antes del cristianismo, pueblo del cual nació nuestro Salvador Jesucristo, según la humanidad. Las otras edades del mundo las hallamos indicadas en el Evangelio, cuando se traza la genealogía de Nuestro Señor Jesucristo (Mt 1, 17), a saber: la tercera desde Abraham hasta el rey David, la cuarta desde David al cautiverio de Babilonia, la quinta desde el cautiverio hasta la venida de Cristo Nuestro Señor, con cuyo nacimiento empezó la sexta edad, en la cual la gracia espiritual, que antes sólo se manifestó a unos pocos patriarcas y profetas se manifiesta a todas las gentes para que todos sirvan a Dios generosamente, no buscando premios visibles y felicidad temporal por sus servicios, sino solamente la felicidad eterna en la cual gozarán del mismo Dios.

En esta sexta edad el alma humana se renueva a imagen y semejanza de Dios, como en el sexto día fue hecho el hombre conforme a esta misma imagen y semejanza. Porque, en efecto, para cumplir la ley es necesario no guiarse por la codicia de bienes temporales, sino por el amor de aquel que manda. ¿Y quién no se esforzará por corresponder al amor de aquel Dios justísimo y misericordioso que amó primero a los hombres injustos y soberbios de tal modo que por nosotros envió a su único Hijo, el cual, no con transformación propia, sino tomando la naturaleza humana se hizo hombre, para poder, no solamente vivir con los hombres, sino también ser muerto a manos de ellos y por ellos?

El ejemplo de Cristo

40. Así, pues, Cristo nos trajo el Nuevo Testamento de la herencia sempiterna, en el cual ha sido renovado el hombre por la gracia de Dios para vivir una nueva vida, es decir, una vida espiritual, y abrogó el antiguo, en el cual el pueblo carnal, con excepción de algunos pocos patriarcas y profetas y algunos otros santos ocultos, vivía según el hombre viejo, deseando premios temporales y recibiéndolos como figura de los espirituales de que gozamos ahora, Jesucristo despreció todos los bienes temporales y haciéndose hombre pero para enseñarnos a despreciarlos, y sufrió todos los males que nos manda tolerar, para que nos acostumbremos a no buscar en aquellos felicidad, ni temer en éstos la desdicha.

Naciendo de una madre que, aunque permaneció siempre intacta, virgen en el concebir, y virgen al dar a luz y virgen hasta la muerte, con todo, estaba desposada con un carpintero, destruyó toda la hinchazón de nuestros títulos nobiliarios. Nacido en la ciudad de Belén, una de las más pequeñas entre las ciudades de Judea, nos dio ejemplo para que nadie se gloríe del esplendor de su patria. Quiso hacerse pobre aquel a quien pertenecen todas las cosas y por quien fueron hechas todas, para que ninguno de los que creen en Él se atreva a vanagloriarse de la riqueza terrena. No quiso que le proclamaran rey los hombres aunque todas las criaturas proclaman su reino sempiterno porque venía a mostrar el camino de la humildad a los desgraciados que por la soberbia se habían separado de Él. Tuvo hambre el que da a todos de comer; tuvo sed el creador de toda bebida y el que es pan espiritual de los hambrientos y fuente de los sedientos; estuvo cansado del camino terrenal el que es camino para el cielo; se hizo como sordo y como mudo delante de los que le herían aquel que dio oído y palabra a los mudos y a los sordos; fue atado el que soltaba las ataduras de todas las enfermedades, fue azotado el que libraba a los cuerpos del azote de todos los dolores; fue crucificado el que puso fin a nuestros tormentos; murió el que resucitaba a los muertos; pero también resucitó para no volver a morir, para que nadie desprecie la muerte, como si no hubiera después otra vida.

Principios de la Iglesia

41. Después de la resurrección consoló a los discípulos conversando con ellos por espacio de cuarenta días, y en presencia de ellos subió a los cielos, y a los cincuenta días les envió el Espíritu Santo, como lo había prometido, para que, difundiéndose la caridad en sus corazones, cumplieran la ley, no sólo sin fatiga, sino también con alegría.

La ley que se dio a los judíos en diez mandamientos, fue llamado por eso decálogo, pero toda ella se encierra en dos mandamientos: que amemos a Dios de todo corazón, con toda el alma, con todas nuestras fuerzas, y que amemos al prójimo como a nosotros mismos. El mismo Señor nos enseñó el Evangelio, y lo mostró con su ejemplo, que de estos dos preceptos depende toda la ley. Pues así como el pueblo de Israel a los cincuenta días, contados desde aquél en que celebraron por primera vez la Pascua simbólica matando un cordero y señalando con sus sangre salvadora los dinteles de sus puertas, recibió la ley escrita con el dedo de Dios, que ya dijimos significa el Espíritu Santo; así a los cincuenta días después de la pasión y resurrección del Señor, que es la Pascua verdadera, fue enviado a los discípulos el Espíritu Santo, no ya para escribir la ley en tablas de piedra, que son los corazones rebeldes, sino que, estando todos congregados en un lugar de Jerusalén, de repente se oyó un ruido del cielo, como de un viento fuerte, y se vieron lenguas de fuego repartidas, y comenzaron los discípulos a hablar de tal manera que todos los entendían, cada uno en su lengua, pues en aquel día habían ido a Jerusalén de todas las partes del mundo. En seguida empezaron a predicar a Cristo con resolución, haciendo en su nombre multitud de milagros, hasta el punto que, pasando San Pedro por la calle, resucitó un muerto con su sombra (Hech 5, 15).

42. Pero viendo los judíos que se obraban tantos milagros en nombre de aquel a quien, parte por envidia, parte por error habían crucificado, irritados los unos, empezaron a perseguir a sus predicadores, los apóstoles; pero otros, admirados de que en nombre de quien contaban ya por superado y vencido se obraran tales maravillas, hicieron penitencia. En aquel día creyeron en Él mil judíos, y desde ese momento no buscaron ya temporales beneficios ni reinos de la tierra, ni a un Mesías glorioso según la carne, sino que empezaron a entender y a amar espiritualmente a quien de ellos y por ellos tanto había padecido derramando su propia sangre para perdonarles los pecados, y mostrándoles con el ejemplo de su resurrección, que lo que habían de esperar y desear de Él era la inmortalidad.

Matando, pues, los deseos del hombre viejo y ardiendo en el fervor de la vida espiritual, vendían todo lo que poseían conforme al consejo del Señor en el Evangelio, y ponían el precio a los pies de los apóstoles, para que éstos lo repartieran a cada uno según su necesidad; y viviendo concordes en amor cristiano no llamaban ninguna cosa propia, sino que todas las cosas eran comunes; la misma alma y el mismo corazón era uno en Dios.

Mas no vivieron en paz mucho tiempo. Sus conciudadanos, los judíos carnales, les persiguieron y les dispersaron, y por esta dispersión fue conocido el nombre de Cristo en todo el mundo, y ellos tuvieron ocasión de imitar la paciencia de su Señor; porque Él, que les había sufrido con mansedumbre, les dio mansedumbre para que sufrieran por Él.

43. Entre los perseguidores de los fieles estaba el Apóstol Pablo, uno de los que más se ensañaban contra los cristianos, pero que después creyó y se hizo apóstol, y fue enviado a predicar el Evangelio a los gentiles, sufriendo más por Cristo, y fundando muchedumbre de Iglesias entre todas las gentes por donde sembraba el Evangelio. A las cuales ordenaba, que ya que ellos recién convertidos del culto de los ídolos al del verdadero Dios, no podían en su rudeza vender todas las cosas y distribuirlas para servir a Dios, hicieran a lo menos oblaciones a favor de las pobres iglesias de Judea. Así quedaron los unos como soldados, los otros, como mercenarios; unos y otros asegurados en la piedra angular, que es Cristo, según estaba profetizado: en el cual los dos muros, antes asegurados, el de los judíos y el de los gentiles, se unieron en perfecta caridad.

Las persecuciones

Más tarde se levantaron contra la Iglesia de Cristo más fuertes y más terribles persecuciones de parte de los gentiles, para que se cumpliera la palabra del Señor: “Miren que les mando como ovejas en medio de lobos” (Mt 10, 16).

44. Pero aquella vid, que según estaba profetizado y según lo había anunciado el mismo Señor, extendía sus fértiles sarmientos por toda la tierra, pululaba tanto más, cuanto más regada era con sangre de mártires. Innumerables murieron por toda la tierra por la verdad de la fe, hasta que los mismos perseguidores se declararon vencidos, inclinando su soberbia cerviz para conocer y venerar a Cristo.

Cismas y herejías

Mas, convenía también que aquella misma vida, conforme a las palabras del Señor, fuera podada, y que fueran cortados de ella los sarmientos infructuosos, es decir, las herejías y los cismas que bajo el nombre de Cristo buscan, no ya la gloria de Cristo, sino su propia gloria, y que con sus persecuciones ejercitan a la Iglesia más y más, y dan ocasión que se aquilate y resalte su doctrina y su paciencia.

Resurrección, juicio, infierno y gloria

45. Todas estas cosas han sucedido como estaban predichas desde hacía mucho tiempo. Y así como los primeros cristianos que no habían visto todavía cumplidas estas profecías, se movían a creer por los milagros, así nosotros, que vemos que todo sucede como estaba escrito, nos confirmamos en la fe, para que creamos que también lo que falta se ha de cumplir con toda exactitud. Todavía leemos que han de venir grandes tribulaciones, y que en el último día del juicio todos los ciudadanos de los dos reinos de que hablamos resucitarán y recibirán otra vez sus cuerpos para dar cuenta de su vida ante el tribunal de Cristo juez, quien vendrá en la majestad de su poder, así como antes vino en la pequeñez de nuestra humanidad. Entonces, separará Jesucristo los buenos de los malos, poniendo entre éstos últimos, no sólo a los que no quisieron creer en Él, sino también a aquellos que creyeron sin corregir su vida. A los buenos los llevará consigo al reino eterno, a los malos los enviará para siempre con el demonio a los eternos suplicios. Y así como no hay gozo ninguno temporal que pueda compararse ni de lejos con el gozo de la vida eterna que han de recibir los santos, así ningún suplicio de pena temporal puede dar idea de lo que han de ser los eternos suplicios de los males.

46. Así que, hermano mío, confírmate con la ayuda del Señor en lo que crees para que no hagas caso de las palabras de aquellos que, movidos por el demonio, se burlan de nuestra fe, y sobre todo de la resurrección. Pero tú cree firmemente que puedes volver muy bien a ser lo que fuiste, ya que no habiendo sido nada, ves ahora que eres. ¿Dónde estaba hace algunos años antes de que nacieras y fueras concebido, este edificio de tu cuerpo con su forma y con la muchedumbre de sus miembros? ¿No lo sacó Dios con poder invisible de las diversas edades hasta adquirir la forma y magnitud que ostenta ahora? ¿Y será difícil para Dios que de manera oculta forma en un momento las nubes y cubre todo el cielo, devolverte la magnitud que ahora tienes cuando ha podido darte lo que no tenías? Cree pues, firmemente, que todas las cosas que desaparecen de nuestros ojos como si perecieran, quedan íntegras e intactas para la omnipotencia de Dios; y que cuando Él quisiere, conforme al justo plan de su justicia, las volverá a reparar sin dificultad ni dilación, para que den los hombres cuenta de sus obras en los mismos cuerpos en que las hicieron y merezcan en ellos convertirse en seres incorruptibles y celestes en premio a sus virtudes, o permanecer en castigo de su iniquidad sujetos a la corrupción, no para ser librados por la muerte, sino para dar pábulo a los dolores eternos.

47. Huye, pues, hermano mío, huye mediante la fe y las buenas costumbres de aquellos tormentos donde ni faltan jamás los atormentadores ni mueren los atormentados, o mejor dicho, mueren una muerte eterna, por no poder morir en los tormentos; llénate de amor y de ansias de aquella vida eterna de los santos, donde ni el trabajo será fatigoso, ni enervador el descanso: donde alabaremos a Dios sin interrupción y sin fastidio; donde no habrá tedio jamás, ni dolor en el cuerpo, ni indigencia alguna tuya o de los prójimos. Dios será siempre tus delicias y llenará de felicidad a todos los que en Él y con Él vivan en su santo reino. Allí seremos hechos según su promesa, iguales a los ángeles, y con ellos veremos cara a cara aquella Trinidad a la que ahora servimos por la fe. Ahora creamos lo que no vemos, para que por el mérito de la fe podamos alguna vez ver lo que creemos, que es la igualdad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y la unidad de la misma Trinidad, y como los tres son un Dios; y todo esto, no sólo percibirlo por el sonido exterior de las palabras de la fe, sino empaparnos en ello por pura y ardentísima contemplación.

Exhortación: Guardarse de los malos cristianos

48. Conserva estas cosas fijas en tu corazón e invoca al Dios en que crees para que te guarde de las tentaciones del demonio; y sé cauto, no sea que por donde menos lo piensas se te entre el enemigo, que para consuelo de su condenación busca compañeros de ella. Pues no sólo se atreve a tentar a los cristianos por medio de aquellos que aborrecen este nombre y rabian de ver lleno de él el mundo entero, y prefieren todavía dar culto a los ídolos y demás invenciones del demonio, sino que también se vale para ello de aquellos de que hablábamos hace poco tiempo, cortados del cuerpo de la Iglesia como de una vid podada, que son los herejes y cismáticos, y a veces también los judíos.

Pero sobre todo hay que tener cuidado de aquellos que viven dentro de la misma Iglesia Católica, tolerados por el Señor como paja hasta el día de la trilla, para confirmar la fe y prudencia de sus escogidos, ejercitándoles con la perversidad de los malos, y porque entre éstos muchos se convierten y se entregan con toda su alma al servicio de Dios que tuvo misericordia de ellos.

No todos los malos atesoran ira valiéndose de la paciencia de Dios para el día de la ira y del justo juicio suyo, sino que a muchos esta misma paciencia del Omnipotente los conduce a saludable penitencia: y mientras esto sucede, ellos ejercitan no sólo la paciencia, sino también la misericordia de aquéllos que están en buen camino. Encontrarás, pues, a muchos bebedores, avaros, defraudadores, jugadores, adúlteros, impuros, amigos de drogas sacrílegas, hechiceros, astrólogos y cultivadores de otras artes adivinatorias; verás también que las mismas turbas que llenan las Iglesias en las fiestas de los cristianos llenan los teatros en las fiestas paganas y viendo esto te sentirás inclinado a imitarlos.

Pero, ¿qué digo “verás”, si ya sabes muy bien que muchos que se llaman cristianos hacen todas estas cosas malas que acabo de enumerar, y no ignoras que algunas veces los que se llaman cristianos hacen quizás mayores crímenes? Así, que si vienes con este ánimo de estar seguro, aunque hagas estas cosas, mucho te equivocas: de nada te servirá el nombre de Cristo cuando venga Él a juzgar severamente a los mismos que quiso socorrer misericordiosamente. Él mismo lo dijo en su Evangelio: “No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre”. Así que el fin de todos éstos que perseveran en las malas obras, es la condenación eterna. Cuando vieres, pues, que muchos, no solamente hacen estas cosas, sino que las defienden y tratan de arrastrar a otros, consérvate firme en la ley de Dios y no sigas a los que le abandonan: porque no serás juzgado conforme al sentir de estos prevaricadores, sino conforme a la verdad del supremo juez.

49. Júntate con los buenos que te acompañan en el amor a nuestro Rey, que también de éstos encontrarás gran número si tú quisieras ser uno de ellos. Porque si en los juegos del circo te gustaba estar con aquellos que eran partidarios del mismo comediante que tú, ¿cuánto más debe agradarte la compañía de aquellos que contigo aman a Dios, de cuyo amor nunca tendrás que avergonzarte, porque no solamente no puede ser vencido, sino que hace invictos a sus amadores? No debes tampoco poner tu esperanza ni siquiera en los mismos buenos que van delante de ti o te acompañan hacia Dios, ni tampoco en ti mismo, por mucho que hayas aprovechado, sino solo en aquel que con su gracia los hizo buenos, a ellos lo mismo que a ti; solo de Dios puedes estar seguro que no se muda; del hombre nadie puede tener seguridad completa. Verdad es que si aún a los que no son justos debemos amarlos para que lo sean, con mucha más razón debemos amar a los que ya lo son; pero una cosa es amar a un hombre, y otra poner en él su confianza; aquello, Dios lo manda; esto, lo prohíbe. Si sufrieres alguna vez insultos o tribulaciones por el nombre de Cristo y no faltares ni te desviares del buen camino, recibirás mayor premio; mas los que en estas cosas cedieron a la tentación, perderán aún el premio menor. Sé, pues, humilde, y ruega a Dios que no te deje tentar más de lo que puedes.

Ceremonias de la primera iniciación

50. Dicho esto, pregúntale si lo cree y desea cumplirlo; y si responde afirmativamente, haz sobre él solemnemente la señal de la cruz y las demás ceremonias de la Iglesia: por lo que hace al sacramento que recibe, hazle ver que estas cosas son señales visibles de las cosas divinas y que hemos de venerar en ellas las cosas invisibles que representan, y que, por esto, no puede usarse esta materia bendita para los usos ordinarios. Explícale su significado, y qué es lo que sazona en él la plática que acaba de escuchar. Y con esta ocasión dile que cuando encuentre en la Escritura alguna cosa de sentido mundano, aunque no las entienda crea que por ellas se representa algo espiritual, tocante a las buenas costumbres y a la vida futura; y que se acostumbre a interpretar simbólicamente todas las cosas que encontrare en la Sagrada Escritura, si no puede referirlas directamente al amor de la eternidad o al amor del prójimo. Ni se debe entender por prójimo solamente a aquel con quien nos unen vínculos humanos, sino a todo el que puede formar parte del reino celestial, sin desesperar de la enmienda de ningún hombre, cuando se ve que vive aún por la paciencia de Dios, no por otra razón, como dice el Apóstol, sino para ser conducido a penitencia.

EJEMPLO SEGUNDO.- PLÁTICA BREVE

51. Si este discurso te pareciera largo, puedes hacerlo más breve; pero no creo que debas nunca alargarlo más. Aunque en esto hay que atender a lo que en cada caso convenga, y a lo que el oyente muestre desear. Cuando fuese necesario despachar brevemente, podrás resumir todo lo dicho en estas palabras:

52. Hermano mío, sólo aquella felicidad es grande y verdadera que se promete a los justos en la vida futura. Todas las cosas visibles pasan; todas las pompas y delicias del mundo perecen y arrastran a la perdición también a los que las aman. Queriendo, pues, Dios en su misericordia salvar de esta ruina, o lo que es lo mismo, de las penas eternas, a los hombres, envió al mundo a su Hijo Unigénito, a su palabra o Verbo igual consigo mismo, por el cual creó todas a todos, porque no sabes cómo serán el día de mañana las cosas. El cual, sin dejar de estar unido con la divinidad del Padre, y sin mengua alguna suya, tomó naturaleza humana en carne mortal y vino a vivir entre nosotros, para que así como el primer hombre. Adán, que quebrantó el precepto de Dios para dar gusto a su mujer, entró la muerte en el género humano, así por otro hombre, que al mismo tiempo es Dios e hijo de Dios, Jesucristo, borrados todos los pecados, todos los que crean en él se salven.

53. Todas las cosas que ahora suceden en la Iglesia de Dios bajo el reinado de Cristo estaban profetizadas desde muchos siglos, y como están escritas, así las vemos cumplidas para confirmación de nuestra fe. Vino en siglos pasados el diluvio sobre la tierra para destruir a los pecadores, y solo unos pocos se salvaron en el arca, figura de los fieles de la futura Iglesia, que navegan sobre las ondas de este siglo, y en virtud del madero de la cruz de Cristo se libran del naufragio. A Abraham, siervo fidelísimo de Dios, le fue anunciado que de él nacería el pueblo que había de servir al Dios verdadero entre las demás gentes que adoraban a los ídolos, y todas las cosas que aquel pueblo le fueron anunciadas, sucedieron con toda exactitud.

Entre otras cosas estaba profetizado que Cristo, rey de todos los santos y Dios verdadero, había de hacerse hombre del linaje de Abraham, para que todos los que imitaran la fe de aquel patriarca fueran también hijos suyos; y así sucedió: Cristo nació de la Virgen María, que fue del linaje de Abraham. Estaba profetizado que había de sufrir muerte de cruz de manos del mismo pueblo de los judíos, a cuyo linaje pertenecía, y así sucedió. Estaba profetizado que había de resucitar y resucitó; y como estaba predicho por los profetas, subió al cielo, y envió a sus discípulos el Espíritu Santo. Estaba profetizado, no sólo por los profetas, sino también por el mismo Jesucristo, que la Iglesia había de extenderse por todo el mundo, que se había de propagar por medio del martirio y sufrimiento de los fieles; y todo esto fue predicho cuando el nombre de Cristo aun no era conocido entre las gentes, y donde era conocido era despreciado. Y, sin embargo, en virtud de sus milagros, ya por los que Él mismo hizo, ya por los que hizo por medio de sus siervos, vemos ahora cumplido lo que estaba anunciado, y cómo los mismos reyes de la tierra que antes perseguían a los cristianos, se inclinan delante del nombre de Cristo. También estaba profetizado que había de haber en la Iglesia cismas y herejías que, valiéndose del nombre de la Iglesia, habían de buscar, no la gloria de Cristo, sino su propia gloria, y también esto se ha cumplido.

54. Pues las cosas que faltan, ¿no se cumplirán de la misma manera? Es evidente que como hasta ahora se ha cumplido lo profetizado, también se cumplirá en adelante. Aún han de venir las tribulaciones de los justos, la resurrección de los muertos y el día del juicio final, en el cual serán separados de los justos, no solamente los impíos que se quedaron fuera de la Iglesia, sino también los que en la Iglesia no fueron sino paja que hay que tolerar hasta el día de la resurrección, diciendo que la carne se deshace y no puede volver a la vida, resucitarán, para recibir en ella el castigo de su maldad; y les mostrará Dios que si pudo hacer los cuerpos que no eran, mucho más podrá restablecerlos como eran. Mas los fieles que han de reinar con Cristo, resucitarán con su mismo cuerpo, de tal modo, que recibirán también la incorruptibilidad angélica y quedarán iguales a los ángeles, como lo prometió el mismo Señor (Lc 20, 36), y le alabarán sin interrupción y sin fastidio, viviendo siempre en Él y de Él con tal gozo y bienaventuranza, que ni decirse ni imaginarse puede.

55. Creyendo todas estas cosas, prevente contra las tentaciones, porque el demonio busca compañeros de su perdición; ten cuidado que no te seduzca el enemigo por medio de aquellas que están fuera de la Iglesia, paganos, judíos y herejes. Pero aun cuando dentro de la misma Iglesia veas que muchos viven mal, entregados a los placeres del vientre y de la gula, licenciosos, amigos de vanas o ilícitas curiosidades, de espectáculos, de hechizos, de adivinaciones diabólicas, o que pasan su vida en pompas y vanidades de riquezas y soberbia, o en cualquier otra clase de vicios condenados y castigados por la ley, no los imites, más bien júntate con los buenos, que los encontrarás fácilmente si quieres ser uno de ellos, para que todos juntos amasen a Dios generosamente sin esperar premio terreno, pues Él mismo será nuestro premio cabal, cuando en aquella vida feliz gocemos de su bondad y su hermosura. Debemos amarle, no como se aman las cosas que se ven con los ojos, sino como se ama la sabiduría, la verdad, la santidad, la justicia, la caridad; y no como se ven estas cosas en los otros hombres, sino como una fuente inmutable e incorruptible.

Júntate con los buenos, para que te reconcilies con Dios por medio de Cristo, que se hizo hombre para ser mediador entre Dios y los hombres; y aunque veas a los malos dentro de la era de la Iglesia, no creas que entrarán también en el reino de los cielos, porque a su tiempo serán separados si no se convirtieren. Imita a los buenos, sufre a los malos, ama a los que hoy son malos. No ames su injusticia, sino a ellos mismos, para que encuentren la justicia: porque no sólo tenemos precepto del amor de Dios, sino también del amor del prójimo, y en estos dos preceptos está encerrada toda la ley y los profetas, la cual no puede cumplir, sino aquel que haya recibido el don del Espíritu Santo, igual al Padre y al Hijo, porque toda la Trinidad es Dios, en la cual hemos de poner toda nuestra esperanza.

No debemos confiar en ningún hombre, cualquiera que sea, porque una cosa es aquél por quien somos justificados; otra, aquellos con los cuales somos justificados. El demonio no sólo tienta por medio de la codicia, sino también por medio del temor a los combates y a los dolores y a la misma muerte. Piensa, pues, que si el hombre sufriera por el nombre de Cristo y por la esperanza de la vida eterna y permaneciera fiel, se le dará mayor premio; mas si cediere, será condenado con el demonio. Ten presente, por último, que las obras de misericordia, hechas con piadosa humildad, alcanzan del Señor que no permita que sus siervos sean tentados más de lo que pueden resistir…

De Catechizandis Rudibus (Primera Parte)

PRIMERA PARTE: TEORÍA DE LA CATEQUESIS

Introducción

1. Me pediste, querido hermano Deogracias, que te escribiera algo práctico y de provecho sobre la manera de catequizar a los ignorantes. Dices que en Cartago, donde eres diácono, te traen con frecuencia, por la fama que tienes de buen catequista, de sólida doctrina y elegancia en el decir, a los convertidos, para esta primera iniciación en la fe cristiana. Pero que tú pasas siempre angustia, no sabiendo cómo comunicar a los otros nuestra fe, ni por dónde empezar ni cómo acabar la narración; o si terminada ésta se ha de añadir alguna observancia en que se cifre la vida y profesión cristiana. Y te quejas de que muchas veces, con una prolija y tibia explicación, te causas fastidio a ti mismo, y mucho más al que instruyes y a los demás que están allí presentes. Por lo cual dices que te has visto obligado a invocar la caridad que contigo me une, para pedirme te escriba alguna cosa sobre este punto.

2. No sólo por la caridad que contigo particularmente me une, sino por la que debo en general a nuestra madre la Iglesia, no dejaré de ayudar cuanto pueda, con los dones que Dios me ha concedido, a aquellos que el mismo Señor me ha dado por hermanos. Porque cuanto más deseo que se difundan los tesoros del Señor, tanto más obligado estoy a hacer cuanto esté de mi parte para que mis compañeros de trabajo que tropiezan con dificultades, puedan cumplir, fácil y cómodamente, lo que con toda diligencia y resolución quisieran.

3. Por lo que a ti toca, no decaigas de ánimo por parecerte muchas veces tus palabras fastidiosas; que puede muy bien suceder que a quien instruyes no le parezcan así. También a mí me pasa casi siempre que me desagrada lo que digo. Aspiro a otro lenguaje mejor, del cual gozo en mi interior, antes de empezar a explicarlo con sonidos y palabras; y como resultan vanos mis esfuerzos, me entristezco de ver que no pueda la lengua expresar lo que siente el corazón. Todo lo que yo entiendo quisiera que lo entendiera el que me oye, y me duelo de ver que no soy capaz de conseguirlo.

El entendimiento baña de luz el alma como un rápido relámpago, y en cambio las palabras son lentas y tardías, y mientras se desenvuelven, ya aquel relámpago ha desaparecido; mas como deja tras de sí ciertas huellas impresas en la memoria, y éstas duran mientras se pronuncian las sílabas, formamos de estas huellas palabras sonantes, que constituyen las diversas lenguas: latina, griega, hebrea y las demás; siendo así que aquellas huellas no son n hebreas, griegas, ni latinas, sino que forman en el ánimo tan naturalmente como los cambios de rostro en el cuerpo. De una manera se dice “ira” en latín, de otra en griego; pero no es ni latino ni griego el rostro del airado. No todos los hombres entienden cuando alguien dice “estoy airado”, sino sólo los nuestros; pero si el efecto del ánimo encendido salta a la cara, todos los que ven el rostro airado lo entienden. Por desgracia no podemos presentar a los sentidos del oyente las huellas que imprime el entendimiento en la memoria, del mismo modo que estas otras que se imprimen en el rostro; porque aquellas quedan dentro, en el ánimo, no como éstas que salen por fuera del cuerpo. Así que ya se ve cuán distante está la palabra de aquel fulgor de la inteligencia, puesto que ni siquiera es semejante a la impresión de la memoria.

Nosotros, pues, deseando ardientemente la utilidad de los oyentes, ya que no podemos comunicar directamente el pensamiento, quisiéramos al menos hablar de la misma manera que entendemos; y como esto tampoco es posible, decaemos de ánimo como si perdiéramos el tiempo, y con este decaimiento, el mismo discurso se hace cada vez más lánguido y fastidioso.

4. Sin embargo, la atención con que me escuchan los oyentes me indica muchas veces que mis palabras no son tan frías como a mí me parecen; y entiendo que ellos sacan algún provecho, puesto que me oyen con placer; y por eso no desisto de este ministerio, viendo que ellos reciben bien lo que les doy.

Así tú también, por lo mismo que muchas veces te llevan los que han de ser catequizados, debes entender que no les disgusta a otros tu discurso tanto como a ti mismo; ni debes creerlo infructuoso por no poder explicar las cosas como tú quisieras; ya que como quisieras no puedes ni siquiera verlas. Porque, ¿quién hay en esta vida que pueda ver sino como en enigma y como en un espejo? Ni el mismo amor puede romper las tinieblas de la carne, y penetrar en la eterna serenidad de donde viene su fulgor a estas cosas temporales. Y, no obstante, como los buenos aprovechan de día en día hasta llegar a ver el día verdadero en el que no hay revolución del cielo ni invasión de la noche, día que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni puede entrar en el corazón del hombre; cuando tratamos de enseñar a los ignorantes, se nos hacen nuestras palabras viles, porque nos gusta ir en pos de lo sublime, y nos fastidia hablar de lo corriente.

Lo cierto es que cuando hallamos placer en el trabajo de enseñar, nos escuchan con más gusto los oyentes, porque entonces la vena de las palabras parece que participa de nuestro gozo, y brota con más facilidades y frescura.

Así, pues, de muy buena gana, te voy a escribir lo que deseas, indicándote dónde ha de comenzar y dónde terminar la narración de aquellas cosas que tenemos que creer. Cómo hay que variar esa narración de modo que sea más breve o más larga, pero siempre completa; y de qué manera se puede conseguir que el catequista trabaje siempre con alegría; porque cuanto mayor sea ésta, tanto más acepto será su trabajo.

Un precepto claro tenemos sobre este punto; porque si la limosna corporal quiere Dios que se dé de buena gana, cuánto más la espiritual. Mas, para tener esta alegría debemos acogernos a la misericordia de aquel que nos la manda. Hablemos, pues, primero de la narración, después de los preceptos y de la exhortación, y finalmente de la manera de alcanzar esta alegría.

Exposición: historia del cristianismo

5. La narración es completa cuando empieza la catequesis por aquellas palabras: Al principio creó Dios el cielo y la tierra, y se continúa hasta el momento presente de la Iglesia. Mas no por eso debemos exponer detenidamente todo el Pentateuco, los libros de los Jueces y de los Reyes, los de Esdras y todo el Evangelio y los Actos de los Apóstoles, pues ni hay tiempo para ello ni es necesario. Más bien hay que recorrer por encima las cosas principales y destacar lo más admirable y lo que se oye con más gusto; que esto no conviene mostrarlo para quitarlo en seguida de la vista, sino que hay que detenerse en ello, y darle vueltas para que haga impresión en el ánimo de los oyentes. Las otras cosas pueden recorrerse rápidamente. De este modo no fatigaremos al oyente queriendo moverle, ni le confundiremos queriendo instruirle.

6. El fin que debemos tener siempre delante de los ojos es la caridad, que nace del corazón puro, y de la conciencia buena, y de la fe no fingida (1 Tim 1, 5), para referir a ella todo lo que dijéramos; y a eso mismo tenemos que mover a aquél a quien instruimos.

Todo lo que se escribió en los sagrados libros antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo no tuvo más fin que excitar el deseo de su venida, y figurar la Iglesia futura que es el cuerpo del mismo Cristo, y se extiende por todas las gentes, y abarca aun a los justos que vivieron en este mundo antes de la venida del Señor, creyendo que había de venir como nosotros creemos que vino. Así que cuanto está escrito en el Antiguo Testamento fue escrito para enseñanza nuestra (Rom 15, 4). Todo les sucedía a los antiguos en figuras, y todo se escribió por nosotros a quienes ha tocado el fin de los tiempos (1 Co 10, 11).

Compendio de esta historia: El amor de Dios que busca nuestro amor

7. Ahora bien, ¿cuál fue la causa de la venida del Señor, si no el mostrarnos Dios su caridad y hacernos ver la magnitud de ella? Porque cuando aún éramos sus enemigos, Cristo murió por nosotros, para mostrarnos que la plenitud de la ley es la caridad, y para que nosotros también correspondamos con amor; y así como Él dio su vida por nosotros, también nosotros demos la vida por nuestros hermanos. Y como Dios nos amó antes de que le amáramos nosotros, y no perdonó a su Hijo, sino que le entregó por nosotros, si antes nos costaba trabajo amarle, al menos ahora no nos cueste trabajo corresponder a su amor. Porque no hay cosa que excite más el amor que verse amado; y muy duro es el ánimo que si no quería amar, a lo menos no quiera corresponder.

Y es mucho de advertir que aunque los superiores también desean verse amados por los inferiores y les devuelven mayor amor cuanto más son amados, sin embargo, mucho más se inflaman los inferiores en amor cuando se ven amados por los superiores; porque el amor es mucho más puro cuando no procede de indigencia, sino del exceso de bondad; y si el inferior desesperaba ya de verse amado por el superior, ¿cómo no se encenderá en amor si viere que el superior viene espontáneamente a buscarle y a ofrecerle el amor que él no se atrevería a esperar? Pues, ¿qué superior más alto que Dios que es nuestro juez, y qué inferior más desesperado que el hombre pecador, el cual hasta tal punto había perdido la esperanza que Dios se interesara por él, que se había entregado como esclavo a las soberbias potestades del infierno?

8. Pues si por esto precisamente vino Cristo, para que reconociera el hombre cuánto le amaba Dios y se inflamara en amor del mismo Dios, y amara a su prójimo por mandárselo y enseñárselo aquél que nos amó aun cuando no éramos prójimos, sino enemigos, y si toda la divina escritura del Antiguo Testamento está escrita para anunciar la venida del Señor, y la del Nuevo Testamento para dar a conocer y hacer amar a Cristo, seguro es que no sólo la ley y los profetas se reducen a los preceptos del amor de Dios y del prójimo, según lo dijo Jesucristo, sino también los libros santos escritos después.

En el Antiguo Testamento está oculto el Nuevo, y en el Nuevo descifrado el Antiguo. Los carnales entienden las cosas carnalmente, según lo que estaba oculto, y por eso estaban y están aún sujetos al temor servil; los espirituales lo tienen ya descifrado, porque reina en ellos la caridad; y como no hay nada más contrario a la caridad que la envidia, y como la madre de la envidia es la soberbia, el mismo Señor Nuestro Jesucristo, Dios y hombre, es prueba del amor divino hacia nosotros, y ejemplo de la humildad humana entre nosotros, para que nuestra gran hinchazón de soberbia se cure con una medicina contraria mayor. Gran miseria es un hombre soberbio, pero mayor misericordia un Dios humilde.

Teniendo, pues, delante de los ojos este amor como fin de todas las cosas, para referir todas las cosas a él, cuanto digas dilo de tal modo, que aquél a quien hables oyendo crea, creyendo espere, y esperando ame.

9. Del mismo temor de Dios de quien vienen heridos los corazones hay que aprovecharse para edificar la caridad, de modo que, alegrándose el hombre de verse amado de aquel a quien teme, se atreva a corresponder a su amor y tema ofender a su amado, aunque pudiera hacerlo impunemente.

Raras veces, o por mejor decir, jamás sucede que quien viene a hacerse cristiano no venga herido por algún temor de Dios, pues si le trae la esperanza de algún provecho humano o el deseo de evitar alguna ofensa o enemistad de los hombres, no puede decirse que quiere hacerse, sino que quiere fingirse cristiano; que la fe no consiste en aprobar exteriormente, sino en creer de corazón. Y, sin embargo, ¡Cuántas veces vemos que este tal, conmovido por la misericordia de Dios y por el ministerio de la catequesis, resuelve hacerse lo que había pensado fingirse!

Examen de las intenciones del convertido

No sabemos nosotros cuándo viene con el corazón aquel que tenemos presente con el cuerpo, pero debemos portarnos con él de tal manera que se engendre en él esta voluntad, aunque antes no la hubiera. Y si la hubiere servirán nuestras palabras, para asegurarla y confirmarla. Bueno será que nos informemos, antes, si es posible, de aquéllos que le conocen, cuáles son sus intenciones, o qué cosa le ha movido a recibir la fe y si no hay quien pueda informarnos hemos de preguntarle a él mismo, para que de su respuesta tomemos el exordio de nuestra catequesis. Verdad es que si ha venido con pecho fingido, buscando provechos o huyendo inconvenientes temporales, responderá con mentira. Precisamente, en este caso, de lo mismo que finge hay que aprovecharse para empezar. No para refutar su mentira como si ya estuviera descubierto, sino que si dice que ha venido por alguna razón que te parezca justa, apruebes y alabes su propósito, y hagas que te parezca justa, apruebes y alabes su propósito, y hagas que conciba deseos de verse tal como quiere parecer. Mas si dijere algo indigno de un ánimo cristiano, hay que reprenderle blanda y suavemente como a ignorante y rudo, y mostrarle el verdadero fin de la doctrina cristiana, y esto brevemente, para no gastar el tiempo de la narración siguiente, pero con eficacia, para no edificar sobre un ánimo mal preparado.

10. Si dijere que ha recibido del cielo avisos o amenazas para que se haga cristiano, nos ofrece un camino excelente para comenzar, haciéndole ver cuánto cuidado tiene Dios de nosotros, y en seguida hemos de pasarle aquellos milagros o sueños a la sólida vía y a los oráculos seguros de las escrituras. Hay que hacerle ver que Dios no le hubiera compelido a que se incorporara a la Iglesia, ni le hubiera despertado con tales signos o revelaciones, si no tuviera ya preparado en las Escrituras el camino llano en el cual se acostumbra no buscar milagros visibles, sino a esperar los invisibles, y en el cual, ya no soñando, sino en plena vigilia, con más seguridad e insistencia, pudiera ser reprendido.

En seguida se ha de empezar la narración, haciendo ver que Dios creó buenas todas las cosas, y continuarla como está dicho hasta los tiempos presentes de la Iglesia; de modo que de cada cosa que se diga se den las causas y razones, con lo cual lo refiramos todo a aquel fin del amor a que debe dirigirse cuanto hagamos o digamos… Pero no nos detengamos en estas causas de tal modo que, abandonando el hilo de la narración nos perdamos en las extensas mallas de la discusión. Más bien han de ser las razones como el hilo de oro que une las perlas sin perturbar ni enredar el aderezo.

Preceptos y exhortación

11. Terminada la narración se ha de proponer la esperanza de la vida futura, defendiendo de las burlas de los infieles la resurrección de la carne y el juicio final, que será juicio de bondad para los buenos, de severidad para los malos, de justicia para todos; pintando vivamente las penas de los impíos, y anunciando con amor el reino de los justos y el gozo de la Ciudad eterna.

Después hay que proteger la debilidad del catecúmeno, contra las tentaciones y los escándalos de dentro y de fuera de la Iglesia. Fuera están los gentiles, herejes y judíos; dentro los que son paja en la era del Señor. No que hayamos de hablar contra cada clase de hombres perversos, sino en general haciendo ver que ya estaba profetizado que hubiera hombres malos en la Iglesia, y que esta tentación trae consigo gran utilidad para ejercicio de los fieles; y que tenemos medicina en el ejemplo de la paciencia de Dios, que ha resuelto tolerar estas cosas hasta el fin.

Mas cuando se le instruya contra las turbas de perversos que llenan las Iglesias corporalmente, dénsele al mismo tiempo con brevedad los preceptos de una buena y cristiana vida, para que no lo seduzcan los bebedores, avaros, ladrones, jugadores, adúlteros, fornicarios, los que pasan la vida en espectáculos, los fabricantes de drogas sacrílegas, los cantadores, los astrólogos y adivinos y demás de esta jaez, y para que no se crea a cubierto de castigo por ver a muchos, que se llaman cristianos, amar, defender, aconsejar, persuadir de todas estas cosas. Con testimonio de los libros sagrados ha de mostrársele el fin que espera a los que perseveran en tal vida, y cómo entretanto hay que tolerarlos en la Iglesia, de la cual al fin de los tiempos serán separados.

También hay que decirle que encontrará en la Iglesia muchos cristianos buenos, verdaderos ciudadanos de la celestial Jerusalén, si él quiere ser uno de ellos. Finalmente, que no ponga sus esperanzas en ningún hombre, porque no es fácil juzgar qué hombre sea justo; y aunque lo fuera, no se nos proponen los ejemplos de los justos para que ellos nos justifiquen, sino para que, imitándolos, sepamos que a nosotros también nos justificará el que les ha justificado a ellos. Y así también resultará que cuando aquel que nos empiece a aprovechar en ciencia y en virtud, y empiece a andar alegremente por el camino de Cristo, no atribuya este buen suceso a nosotros, ni a sí mismo, sino que a sí mismo, y a nosotros, y a todos sus amigos ame en Aquél y por Aquél que le amó a él cuando era su enemigo, para hacerle amigo por la justificación.

La plática se ha de acomodar a las personas y circunstancias

No tengo para qué advertir que, según sea largo o corto el tiempo de que dispones, ha de ser también tu discurso extenso o breve.

12. Pero no dejaré de decirte que si el que viene a catequizarse ha estudiado las ciencias más elevadas, es muy difícil que no conozca ya nuestros libros sagrados. Con este tal hay que proceder brevemente y no inculcarle lo que ya conoce, sino recorrer las verdades de la religión diciendo que supones que ya sabe esto y aquello. No debes dejar de preguntarle qué le ha movido a hacerse cristiano, y si ves que ha sido la lectura de algunos libros, ya sean canónicos, ya de otros escritores, dirás de ellos algo al empezar, alabándolos, con la debida diferencia que pide la autoridad canónica o la exquisita diligencia de sus autores; y ponderando en los libros canónicos la llaneza benéfica de su admirable altura, y en los otros el estilo mejor, más sonoro y más pulido, y por lo mismo más adecuado a los débiles ánimos de los soberbios.

También has de averiguar a qué libros está más aficionado; y si los conoces; o a lo menos por la voz de las Iglesias sabes que han sido escritos por algún católico de buena fama, apruébalos desde luego; pero si ves que ha dado con las obras de algún hereje y quizás sin saberlo ha recibido en su ánimo como doctrina cristiana católica lo que la fe reprueba, sácale suavemente del error, poniéndole delante la autoridad de la Iglesia universal, y de otros hombres doctísimos, que se señalaron defendiendo la verdad en sus disputas y en sus obras.

Aunque a la verdad, los mismos que fueron católicos hasta la muerte dejaron algo escrito a la posteridad, en algunos pasajes de sus obras, o no han sido bien entendidos, o como es propio de la debilidad humana, no fueron capaces de penetrar las cosas recónditas, y buscando lo verosímil se desviaron de la verdad, y fueron ocasión de que otros más presuntuosos y audaces engendraran alguna nueva herejía. Lo cual no es de admirar, cuando de los mismos libros canónicos, en lo que todo está dicho con la más pura verdad y rectitud, han sacado mucho, aferrándose a su parecer contra el de toda la Iglesia, dogmas perniciosos, rompiendo la utilidad de la comunión cristiana.

Todo esto has de tratar en sencilla conferencia con aquél que, siendo versado en la lectura de los libros de los doctos quiere venir a formar parte del pueblo cristiano; pero sin tomarse en ello más autoridad que la que él mismo te reconoce, como lo demuestra en la humildad con que a ti viene. Lo demás que toca a la fe, a las costumbres, a las tentaciones, se ha de explicar al modo dicho, dirigiendo todas las cosas a aquel fin supremo ya indicado.

13. Otros hay que vienen de las pobladísimas escuelas de los gramáticos y oradores, a los cuales no se les puede contar ni entre los ignorantes ni entre los doctos. A esto que en el arte de hablar descuellan entre los demás hombres, cuando vienen a hacerse cristianos hay que darles algo más de lo dijimos para los ignorantes: pues hay que amonestarlos con toda diligencia a que se vistan de humildad cristiana, y aprendan a no despreciar a aquellos que evitan con más diligencia los vicios de las costumbres que las faltas de lenguaje, para que si antes solían preferir la lengua ejercitada al corazón puro, no se atrevan ya ni a compararla con él. Sobre todo hay que inculcarles que se acostumbren a escuchar para que no se les haga despreciable su estilo pro no ser inflado, y para que no piensen que los dichos y hechos que se encuentran en ellos cubiertos con velos carnales, se han de tomar a la letra. Más bien hay que mostrarles prácticamente cuánto importan las sombras de los enigmas para excitar el amor a la verdad y evitar el entorpecimiento del fastidio, descubriendo con la explicación de alguna alegoría, lo que expuesto literalmente no les hubiera movido.

Entiendan que siempre las ideas han de anteponerse a las palabras al modo que se antepone al cuerpo el alma; y que, por tanto, han de preferir las cosas verdaderas a las cosas bien dichas, a la manera que estiman más a los amigos prudentes que a los bien parecidos. Sepan también que no valen las palabras delante de Dios, sino el afecto del corazón, y así no se burlarán cuando encuentren algunos prelados y ministros de la Iglesia que tal vez invocan a Dios con barbarismo y solecismos, o que no entienden ni separan bien las mismas palabras que pronuncian. No como si esto no hubiera que corregirlo para que el pueblo entienda bien y pueda responder: así sea, sino que deben tolerarlo, considerando que si en el foro valen los sonidos, en la Iglesia vale el corazón. La del foro puede tal vez llamarse “buena dicción”, pero nunca “bendición”.

Del sacramento que van a recibir les basta a los más prudentes oír lo que significa; con los ignorantes hay que detenerse un poco más, explicándoselo todo e ilustrándolo con ejemplos, para que no desprecien lo que no alcanzan sus sentidos.

La alegría del catequista. Causas que la destruyen y sus remedios

14. Tal vez quisieras que te mostrara con algún ejemplo cómo has de poner en práctica mis preceptos, y así lo haré, Dios mediante; pero antes tengo que hablarte, según lo prometido, de la alegría del catequista…

Te quejabas de que tus palabras te parecían ruines y despreciables cuando tenías que iniciar a algunos en las verdades de la fe. Esto no sucede por las cosas que se dicen, de las cuales sé que estás muy bien provisto, ni por falta de palabras, sino por hastío del ánimo; sea porque como dije, nos deleita tanto lo que contemplamos en silencio de nuestra mente, que no queremos que nos saquen de él para llevarnos al lejano estrépito de palabras; o sea, que aún cuando seamos aficionados a la oratoria, prefiramos leer gozando tranquilamente lo que está bien dicho por otro, más bien que ponernos a improvisar lo que no sabemos ni saldrá conforme a nuestro deseo, o si será provechoso a los oyentes.

También puede suceder que nos fastidie el tener que repetir otra y otra vez las mismas cosas tan conocidas ya, y que a nosotros no nos causan ningún provecho; porque el ánimo que ya se siente grande, no encuentra gusto en cosas tan triviales y pueriles.

Otras veces nos desanima la apatía de los oyentes. Y no que hayamos de ser ávidos de humana gloria, sino que las cosas que administramos son de Dios, y cuanto más amamos a aquellos que instruimos, tanto más deseamos que les agrade lo que les ofrecemos para su salud; y si no lo logramos, nos afligimos, y quedamos abatidos y desanimados como si perdiéramos el tiempo. Pues cuando nos sacan de alguna ocupación más agradable o más necesaria, y no nos atrevemos a resistir por no ofender a quien puede mandarnos o por la instancia de los que nos ruegan, llegamos a la catequesis ya perturbados, siendo así que para ella se necesita mucha tranquilidad; sentimos no poder disponer nuestras ocupaciones como quisiéramos, y no poder bastar a todo; y así resulta que el mismo fastidio hace la plática menos agradable porque la tristeza seca el ánimo y quita al discurso su frescura.

Tal vez sucede que estamos tristes por razón de algún escándalo, y entonces precisamente viene alguno y nos dice: mira, instrúyele a éste que quiere hacerse cristiano. No saben los que así hablan la aflicción de nuestro corazón, y si no podemos decírsela, cumplimos de mala gana lo que desean, y así no puede menos de salir lánguida y desapacible la instrucción fraguada en un corazón atribulado.

Primera causa: Tener que descender a cosas tan pueriles

Cualquiera, pues, que sea la causa que perturbe la serenidad de nuestra alma, hay que buscar en Dios remedios para aligerar esta opresión, y para volver a recobrar tranquilidad y alegría en tan buena obra, porque Dios ama a los que dan de buena gana.

15. Si la causa que nos aflige es que el oyente no penetra nuestro entendimiento, de modo que nos vemos obligados a abandonar la altura de nuestro pensamiento y descender largo trecho a declararle con palabras tardías y por largos rodeos lo que de un golpe se concibe, pensemos que también en esto va delante de nosotros aquel que nos dio ejemplo para que sigamos sus huellas (1 Pe 2, 21). Por mucho que la voz articulada diste de la vivacidad de nuestra inteligencia, mayor es la distancia entre la carne mortal y la majestad de Dios. Y, sin embargo, teniendo Él la misma forma de Dios, se anonadó a sí mismo y tomó forma de siervo hasta morir en una cruz (Fil 2, 6 – 8). ¿Por qué razón, sino porque quiso hacerse débil por los débiles, para ganar a los débiles? (1 Co 9, 22).

Oye cómo dice en otra parte uno de sus imitadores: Si salimos de nosotros mismos es por Dios; si nos moderamos es por vosotros, porque la caridad de Dios nos impele, pensando que uno murió por todos (2 Co 5, 13 – 14). ¿Y cómo había de estar dispuesto a dar su vida por nosotros si hubiera tenido a menos inclinarse hasta nuestros oídos? Así, pues, se hizo pequeño en medio de nosotros, como una madre cuida de sus hijos (1 Tes 2, 7).

¿Es, acaso, agradable, si no interviene el amor, balbucir palabras infantiles? Y, sin embargo, cuánto desean los hombres tener hijos con quienes hagan este oficio. Más gustoso es a la madre dar a su hijo bocados pequeños, que gustar ella misma los mayores. Pensemos también en aquel hermoso ejemplo propuesto por Cristo Nuestro Señor, de la gallina, que con sus lánguidas plumas cubre los tiernos polluelos, y si pían los llama con su ronca voz, y los esconde bajo sus blandas alas para que no sean presa del milano. Si nuestro entendimiento se deleita con sus más secretas profundidades, séanos también deleitable entender la caridad, cuanto más desinteresadamente desciende hasta lo ínfimo, tanto más robusta vuelve a su interior, con la satisfacción de que no busca nada de aquellos a quienes desciende.

Segunda causa: El éxito incierto de la plática

16. Pero tal vez quisieras más bien oír lo que está ya bien dicho por otros, que ponerte a decir de improviso lo que quizás no salga bien. Piensa en este caso que lo importante es que nuestras palabras no se separen un ápice de la verdad. Si en la forma tiene algo que criticar el oyente, debe aprender con esta ocasión que la forma vale poco, porque no tiene más oficio que hacer las cosas inteligibles: pero si nos ocurre alguna vez la debilidad propia del hombre apartarnos de la misma verdad, aunque esto no sucede fácilmente cuando se trata de catequizar a los ignorantes por ser este camino tan trillado, pensemos que Dios lo permite para ejercitar nuestra humildad, y para que aprendamos a no insistir en aquel error, lo cual nos llevaría a otros mayores, sino a dejarnos corregir con mansedumbre. Si nadie advirtiere nuestra equivocación, a nadie le hacemos daño, con tal que no se repita.

Mas, cuántas veces sucede que, pensando después en lo que hemos dicho, caemos en la cuenta de algo que no iba conforme a la verdad, y nos apuramos por saber si hemos causado perjuicio; y cuanto mayor es nuestra caridad más lo sentimos, sobre todo si ha sido recibido aquello con aplauso. En este caso, así como nos reprendemos a nosotros mismos en silencio, procuremos también, cuando se nos presenta la ocasión, sacar suavemente del error a aquellos a quienes, no la palabra de Dios, sino la nuestra, indujo a alguna falsedad.

Mas, si hubiere algunos tan ciegos, apasionados y locos que se alegren de que nos hayamos equivocado, murmuradores detractores, aborrecibles a Dios, como dice el Apóstol (Rom 1, 30), sufrámoslos con paciencia y con misericordia, ¿qué cosa hay más detestable y que merezca mayor castigo que alegrarse uno con gozo diabólico del mal del prójimo?

A veces, aun diciendo cosas verdaderas, el oyente se ofende con la novedad de algo que no esperaba. En este caso, si nuestra buena voluntad, hay que sanarle inmediatamente con autoridad y buenas razones, mas si resiste y rehúsa ser curado, consolémonos con aquel ejemplo del Señor que, ofendiéndose sus discípulos de una palabra suya que les pareció intolerable, y yéndose unos, dijo Él a los que le quedaban: ¿También ustedes quieren irse?

Tengamos en nuestro corazón la esperanza que la Jerusalén cautiva ha de verse libre, andando el tiempo, de la Babilonia de este mundo, y que ninguno de sus hijos perecerá, porque el que perezca no era hijo de ella. Firme es el fundamento de Dios y ostenta este sello; Dios conoce a los que le pertenecen, huya de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor (2 Tim 2, 19). Pensando esto e invocando a Dios en nuestro corazón, no temeremos tanto el éxito incierto de nuestras palabras, y nos alegraremos con las mismas molestias que trae consigo esta obra de misericordia, pues no buscamos en ella nuestra propia gloria. La lección o los buenos discursos de los otros nos parecerán aún más agradables después del trabajo; y con más confianza rogaremos a Dios que nos hable como queremos, si de buena gana nos prestamos a que él hable por nuestro medio como podemos; y así se cumple, que a los que aman a Dios, todas las cosas se les convierten en bien.

Tercera causa: Repetir siempre las mismas cosas

17. Si nos molesta repetir muchas veces las cosas muy sabidas acomodándolas al entendimiento de los pequeñuelos, unámonos con ellos por el amor fraterno, paterno y materno, y unidos así con ellos nos parecerán a nosotros nuevas las cosas que decimos. Cuando mostramos algunos sitios hermosos de la ciudad o del campo, que ya para nosotros son muy conocidos, a personas queridas, nuestro placer se renueva con el placer que les causa a ellos la novedad, y tanto más cuanto mayor es el amor, porque como vivimos y sentimos en ellos, se nos hacen nuevas las cosas que solían ser viejas. Y si hemos adelantado algo en el arte de contemplar, no queremos que se detengan admirando las obras hechas por los hombres, sino que pasen a considerar el arte excelentísimo de sus autores, y de aquí suban a conjeturar la sabiduría del Creador, en donde está el fin provechosísimo de todo amor. Pues, ¡cuánto más nos ha de alegrar el ver que se acercan los hombres a conocer a Dios, a quien hay que referir todas las cosas que se pueden conocer!

Añádase a esto, para aumentar nuestra alegría, el considerar de qué muerte de error pasa el hombre a la vida de la fe. Y si aún los más conocidos barrios los recorremos de buena gana para mostrar el camino a alguno que se había extraviado, con cuánto mayor placer debemos repetir la doctrina que ya para nosotros no es necesaria, para sacar de sus tristes errores a un alma fatigada con los desengaños del mundo, que anhela encontrarse en los caminos de la paz.

Cuarta causa: Insensibilidad del oyente

18. No es poco mérito perseverar en la enseñanza el debido término, cuando el oyente no se muestra movido; sea que llego de religioso temor no se atreve a manifestar su aprobación con alguna señal del rostro, o sea que se lo impide la vergüenza natural, o que no entienda o que no aprecie lo que oye. Como no vemos nosotros lo que pasa en su ánimo, hay que tentar los medios posibles para despertarlo y sacarlo de su inacción.

El temor excesivo hay que vencerlo con una suave exhortación; la vergüenza natural hay que prevenirla mostrándole interés, hay que preguntarle para ver si entiende, y hay que inspirarle confianza para que si tiene algo que aponer, lo haga libremente; hay que averiguar si lo que estamos diciendo ya lo había oído otra vez, y según su respuesta, ha de ser nuestro discurso más o menos sencillo o elevado, más o menos breve o extenso, y si el oyente fuere demasiado torpe y no hallare placer en ninguna cosa de las que decimos, hay que tratarle con misericordia, y despachando brevemente lo demás, inculcarle las cosas principales, la unidad católica, la doctrina de las tentaciones, la vida cristiana, el temor del juicio del futuro. Finalmente, en este caso, más hay que hablar a Dios por él, que de Dios a él.

19. Sucede también que a veces el que había empezado a oír con gusto, cansado ya de escuchar o de estar de pie da muestra de fastidio, y bosteza y muestra ganas de quererse ir. Cuando esto advirtiéremos debemos excitar su ánimo con alguna hilaridad que venga a propósito, o con alguna cosa maravillosa, o con alguna cosa terrible, o hemos de hablarle de sí mismo para que el cuidado propio lo despierte, pero sin aspereza, antes más bien con urbana familiaridad. Hemos de invitarle también a que se siente, aunque sin duda es mucho mejor, donde pueda hacerse sin inconvenientes, que desde el principio esté sentado. Es muy acertada la práctica de algunas iglesias trasmarinas, en las que no solo el prelado cuando habla al pueblo, sino los del pueblo también, se sientan; no sea que alguno, débil y fatigado de estar de pie, no pueda atender a la plática o se vea forzado a marcharse. Y eso que va gran diferencia entre que, de una gran muchedumbre, se retire fatigado alguno que está unido ya con la Iglesia por los sacramentos, o que se vaya, por no caer desfallecido, a aquel que aún no los haya recibido por primera vez, si por una parte no puede resistir el cansancio, y por otra, no se atreve a decir por qué se va. Lo digo por experiencia, pues me sucedió una vez con un hombre del campo a quien catequizaba; y desde entonces aprendí que esto debe evitarse. Porque, ¿quién podrá tolerar nuestra arrogancia, si no hacemos sentar delante de nosotros a nuestros hermanos, o mejor dicho, a aquellos que queremos hacer nuestros hermanos, siendo así que al mismo Señor, a quien asisten los ángeles, oía sentada aquella mujer de quien habla el Evangelio? (Ver Jn 10, 39).

Si la práctica hubiere de ser breve o si no hay sitio acomodado para sentarse, dejemos que oigan de pie, siempre que sean muchos y que no sean de los que han de ser iniciados; más si hablamos a uno o dos, o a unos pocos que han venido expresamente a hacerse cristianos, nunca debemos permitir que se queden de pie, y si alguna vez después de empezar advertimos su cansancio, obliguémosle a que se sienten, y digamos algo interesante que aleje de su ánimo las distracciones que empezaban a asediarles; digamos algo en tono festivo para animarles o en tono serio para hacerles entrar dentro de sí, pero siempre breve, no sea que se aumente el fastidio con la medicina con que queremos curarlo.

Quinta causa: Tener que interrumpir ocupaciones más gustosas

20. Si la causa de tu molestia es que te has visto forzado a dejar alguna ocupación más gustosa, debes pensar que, si exceptuamos las cosas que hacemos en servicio de los otros movidos por la caridad, es muy incierto si se ha de seguir alguna utilidad de lo que hacemos. Como no conocemos los méritos que tienen delante de Dios los hombres por quienes trabajamos, no podemos saber sino por tenues conjeturas, lo que les conviene, y así debemos ordenar las cosas que hay que hacer conforme a lo que nos parezca. Y si pudiéramos hacerlo así alegrémonos, no porque éste era el plan nuestro, sino porque era el plan de Dios; mas si ocurriere alguna cosa inesperada que perturbe nuestro plan, cedamos fácilmente, no nos desanimemos, hagamos nuestro plan que Dios nos impone, pues más justo es que sigamos nosotros su voluntad, que no que Él siga la nuestra. El mejor orden es aquél en que las cosas principales van primero; pues estando Dios por encima de nosotros, no debemos aferrarnos tanto a nuestro plan, que procedamos con manifiesto desorden. Ninguno ordena mejor lo que ha de hacer que aquél que está dispuesto a dejar lo que Dios impide, más bien que deseoso de hacer lo que su razón le dicta, porque en el corazón del hombre hay muchos pensamientos, pero la ordenación de Dios permanece para siempre (Prov 19, 21).

Sexta causa: Los disgustos que causan los malos

21. Si está tu ánimo perturbado por algún escándalo y te crees incapaz de hablar tranquila y serenamente, acuérdate de la caridad que debemos a aquél que por nosotros dio su vida, y de este modo, el mismo hecho de presentarse alguno que desea hacerse cristiano. Te servirá de consuelo y disipará tu tristeza, como suele la alegría de una ganancia hacer olvidar el dolor de una pérdida. Los escándalos nos afligen, porque vemos que se pierde el que los da, o que por él, se pierden los que son débiles. Pues el que viene a iniciarse te sirva de lenitivo al dolor, y si te viniere el temor de que éste mismo convertido llegue a hacerse hijo del infierno (Mt 23, 15), como tantos otros que tenemos delante de los ojos, de los cuales vienen los escándalos que nos afligen; no te desanimes con este pensamiento, que te sirva más bien él de estímulo, y según esto, prevén con toda diligencia al nuevo cristiano que se guarde muy bien de imitar a aquellos que no son de verdad cristianos, sino sólo de nombre; y que no se deje arrastrar para seguir con la muchedumbre apartándose de Cristo. Con mucho cuidado has de hablarle en este punto, no sea que no quiera entrar en la Iglesia de Dios donde hay tantos malos, o quiera entrar para ser uno de tantos. No sé qué fuego hay en las palabras cuando hablamos de estas cosas, si algún dolor presente les suministra pábulo; gracias al fuego que nos consume, decimos con ardor y eficacia lo que en circunstancias más apacibles diríamos con frialdad e indiferencia.

Séptima causa: Nuestros pecados y errores

22. Tal vez sucede que algún pecado o error nuestro es la causa de nuestra perturbación. Acordémonos entonces de que el mejor sacrificio que puede ofrecerse a Dios es el espíritu atribulado (Sal 50, 19); y de que la limosna apaga los pecados como el agua al fuego (Eclo 3, 33); y de aquellas otras palabras: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Os 6, 6). Y así como si nos viéramos en un incendio, correríamos a buscar agua para apagarle, y nos alegraríamos si alguno nos trajera a las manos, así cuando del heno de nuestra miseria se levante la llama de algún pecado alegrémonos de que nos presente ocasión de apagarle por esta obra tan excelente de misericordia. Pues claro está que si es bueno dar pan al que tiene hambre, mucho mejor es enseñar la verdad a las almas hambrientas de ella. Pero no es sólo esto; acuérdate que de la boca del Señor salió aquella terrible amenaza: “Siervo malo y perezoso, ¿por qué no pusiste mis tesoros en el banco?” (Mt 25, 27). Pues, ¿qué locura es que por hallarnos afligidos por un pecado queramos pecar de nuevo, no repartiendo los tesoros del Señor a quien los quiere y los pide?

Con éstas, pues, y otra consideraciones parecidas, se destierran la oscuridad y el tedio, y se contempla el ánimo para la catequesis, para que el oyente reciba con avidez y alegría lo que se le da alegremente y con abundancia de amor y solicitud. Todas estas cosas no soy yo quien te las dice, sino la caridad divina la que nos las dice a todos por el Espíritu Santo, que se ha influido en nuestro corazón (Rom 5, 5).

Ejemplos. Hay que atender a las circunstancias

23. Ahora, querrás que te ponga algún ejemplo de cómo se ha de practicar cuanto te he dicho. Pero bueno es advertir antes de hacerlo, que es cosa muy distinta dictar un escrito penando en el que lo ha de leer más tarde, y hablar a un oyente a quien tenemos delante; y cuando hablamos, de un modo se ha de hablar en secreto a puerta cerrada, cuando nadie puede juzgar lo que decimos, y de otro modo en público entre oyentes de distintas opiniones. De un modo se habla cuando nos dirigimos a uno, estando allí los otros como para aprobar lo que ya saben, y de otro cuando nos dirigimos a todo el auditorio: y en este caso, no es lo mismo hablar familiarmente en una reunión en que estamos sentados con otros que pueden decir también su parecer, o hablar desde un sitio elevado al pueblo que escucha con respetuoso silencio. Y cuando se habla así, hay que ver si los oyentes son muchos o pocos, doctos o ignorantes, gentiles de la ciudad o del campo, o de una y otra clase juntamente, o, en fin, un público compuesto de toda clase de personas. Según el caso no puede menos de ser distinta la impresión del orador, y conforme a la diversidad del afecto tiene que ser el aspecto del discurso, y conforme a éste será diverso también el afecto en los oyentes.

De mí te puedo decir que de una manera muy distinta me siento movido, según tenga delante de mí para catequizar, a un erudito, a un infeliz, a un ciudadano, a un peregrino, a un rico, a un pobre, a un particular, a un hombre de respeto o a uno que ocupa un puesto de Gobierno, a uno de esta tierra o de la otra, de uno u otro sexo, de tal o cual edad, de esta secta o aquélla; y según la diversidad de mi afecto empieza, continúa y concluye mi discurso.

A todos se debe la misma caridad, pero no a todos se ha de dar la misma medicina. La caridad da vida a unos, se hace débil, con otros; a éstos procura edificar, y tiembla de ofender a aquéllos, severa con éstos, de nadie enemiga; para todos, madre. El que no experimente con la misma caridad esto que digo me tiene por dichoso al ver que la fama celebra el don que Dios me ha dado de deleitar con mis palabras; mas, Dios que oye la oración de los humildes, verá nuestra humildad y nuestro trabajo, y perdonará todos nuestros pecados (Sal 24, 18). Así que si alguna cosa en mí te agrada y quisieras aprender de mí, mejor sería que vieras y oyeras cuando hablo, que no leas esto que ahora dicto.