La Iglesia a lo largo de los siglos


Para los cristianos, creer en Cristo es creer también en aquello que dijo e hizo. No podemos seleccionar, al azar o por conveniencia, algunas palabras sí y otras no, o aprobar algunas acciones y desechar otras.

Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, mientras estuvo en este mundo, quiso comunicarnos todo lo que a su Padre había oído y sus obras tuvieron el fin concreto de hacer presente el Reino de Dios entre nosotros.

Él escogió de entre sus seguidores a doce hombres, sencillos y rudos, y por un espacio aproximado de tres años, los formó adecuada y suficientemente. Percibiendo en ellos no lo que eran (apenas “poca cosa”), sino lo que podrían llegar a ser, llegado el tiempo conveniente, les encomendó su obra, y les otorgó la fuerza de su Espíritu para continuar su misión.

Esta Iglesia, liderada por el mismo Cristo, que es su Cabeza, también cuenta con el mandato de hombres concretos, que a lo largo de los siglos y con legítima sucesión, han pastoreado el rebaño que Jesús les encomendó, según su tiempo y cultura.

Es cierto que de estos hombres, a quienes se les puede denominar “parte del clero”, no han respondido adecuadamente a la vocación que se les confió, pero también es sensato reconocer que otros sí lo han hecho, pese a todo y con honor… Lamentablemente, el ser humano tiende a percibir más lo negativo, y lo que dice el libro del Eclesiastés aquí se puede aplicar: “Una mosca muerta echa a perder un frasco de aceite perfumado; un poco de necedad pesa más que mucha sabiduría y honor” (Ecle 10, 1).

La tradición de los siglos nos ha adoctrinado, y si comprendemos que la Iglesia no solo es Maestra, sino también Madre, las palabras del Beato Papa Juan Pablo II podrían entenderse: “La Iglesia es Madre, y una Madre debe ser amada”. Nos lo adelantaba ya San Ambrosio: “Nadie puede decir que tiene a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre”.

En fin, no se puede decir “Cristo sí, Iglesia no”, porque el designio de Dios fue desde el inicio que ésta existiera, y que lo diera a conocer con sus palabras y con sus obras.

Labor de los hombres deberá ser, entonces, trasparentar a su Fundador; caminar por la conversión cotidiana; pedir perdón por los errores cometidos; aprender de los deslices del pasado y luchar por no volver a cometerlos; practicar las virtudes y comprometerse más y mejor por ser sal y luz para todos los hombres (Ver Mt 5, 16).

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