PRIMERA PARTE: TEORÍA DE LA CATEQUESIS
Introducción
1. Me pediste, querido hermano Deogracias, que te escribiera algo práctico y de provecho sobre la manera de catequizar a los ignorantes. Dices que en Cartago, donde eres diácono, te traen con frecuencia, por la fama que tienes de buen catequista, de sólida doctrina y elegancia en el decir, a los convertidos, para esta primera iniciación en la fe cristiana. Pero que tú pasas siempre angustia, no sabiendo cómo comunicar a los otros nuestra fe, ni por dónde empezar ni cómo acabar la narración; o si terminada ésta se ha de añadir alguna observancia en que se cifre la vida y profesión cristiana. Y te quejas de que muchas veces, con una prolija y tibia explicación, te causas fastidio a ti mismo, y mucho más al que instruyes y a los demás que están allí presentes. Por lo cual dices que te has visto obligado a invocar la caridad que contigo me une, para pedirme te escriba alguna cosa sobre este punto.
2. No sólo por la caridad que contigo particularmente me une, sino por la que debo en general a nuestra madre la Iglesia, no dejaré de ayudar cuanto pueda, con los dones que Dios me ha concedido, a aquellos que el mismo Señor me ha dado por hermanos. Porque cuanto más deseo que se difundan los tesoros del Señor, tanto más obligado estoy a hacer cuanto esté de mi parte para que mis compañeros de trabajo que tropiezan con dificultades, puedan cumplir, fácil y cómodamente, lo que con toda diligencia y resolución quisieran.
3. Por lo que a ti toca, no decaigas de ánimo por parecerte muchas veces tus palabras fastidiosas; que puede muy bien suceder que a quien instruyes no le parezcan así. También a mí me pasa casi siempre que me desagrada lo que digo. Aspiro a otro lenguaje mejor, del cual gozo en mi interior, antes de empezar a explicarlo con sonidos y palabras; y como resultan vanos mis esfuerzos, me entristezco de ver que no pueda la lengua expresar lo que siente el corazón. Todo lo que yo entiendo quisiera que lo entendiera el que me oye, y me duelo de ver que no soy capaz de conseguirlo.
El entendimiento baña de luz el alma como un rápido relámpago, y en cambio las palabras son lentas y tardías, y mientras se desenvuelven, ya aquel relámpago ha desaparecido; mas como deja tras de sí ciertas huellas impresas en la memoria, y éstas duran mientras se pronuncian las sílabas, formamos de estas huellas palabras sonantes, que constituyen las diversas lenguas: latina, griega, hebrea y las demás; siendo así que aquellas huellas no son n hebreas, griegas, ni latinas, sino que forman en el ánimo tan naturalmente como los cambios de rostro en el cuerpo. De una manera se dice “ira” en latín, de otra en griego; pero no es ni latino ni griego el rostro del airado. No todos los hombres entienden cuando alguien dice “estoy airado”, sino sólo los nuestros; pero si el efecto del ánimo encendido salta a la cara, todos los que ven el rostro airado lo entienden. Por desgracia no podemos presentar a los sentidos del oyente las huellas que imprime el entendimiento en la memoria, del mismo modo que estas otras que se imprimen en el rostro; porque aquellas quedan dentro, en el ánimo, no como éstas que salen por fuera del cuerpo. Así que ya se ve cuán distante está la palabra de aquel fulgor de la inteligencia, puesto que ni siquiera es semejante a la impresión de la memoria.
Nosotros, pues, deseando ardientemente la utilidad de los oyentes, ya que no podemos comunicar directamente el pensamiento, quisiéramos al menos hablar de la misma manera que entendemos; y como esto tampoco es posible, decaemos de ánimo como si perdiéramos el tiempo, y con este decaimiento, el mismo discurso se hace cada vez más lánguido y fastidioso.
4. Sin embargo, la atención con que me escuchan los oyentes me indica muchas veces que mis palabras no son tan frías como a mí me parecen; y entiendo que ellos sacan algún provecho, puesto que me oyen con placer; y por eso no desisto de este ministerio, viendo que ellos reciben bien lo que les doy.
Así tú también, por lo mismo que muchas veces te llevan los que han de ser catequizados, debes entender que no les disgusta a otros tu discurso tanto como a ti mismo; ni debes creerlo infructuoso por no poder explicar las cosas como tú quisieras; ya que como quisieras no puedes ni siquiera verlas. Porque, ¿quién hay en esta vida que pueda ver sino como en enigma y como en un espejo? Ni el mismo amor puede romper las tinieblas de la carne, y penetrar en la eterna serenidad de donde viene su fulgor a estas cosas temporales. Y, no obstante, como los buenos aprovechan de día en día hasta llegar a ver el día verdadero en el que no hay revolución del cielo ni invasión de la noche, día que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni puede entrar en el corazón del hombre; cuando tratamos de enseñar a los ignorantes, se nos hacen nuestras palabras viles, porque nos gusta ir en pos de lo sublime, y nos fastidia hablar de lo corriente.
Lo cierto es que cuando hallamos placer en el trabajo de enseñar, nos escuchan con más gusto los oyentes, porque entonces la vena de las palabras parece que participa de nuestro gozo, y brota con más facilidades y frescura.
Así, pues, de muy buena gana, te voy a escribir lo que deseas, indicándote dónde ha de comenzar y dónde terminar la narración de aquellas cosas que tenemos que creer. Cómo hay que variar esa narración de modo que sea más breve o más larga, pero siempre completa; y de qué manera se puede conseguir que el catequista trabaje siempre con alegría; porque cuanto mayor sea ésta, tanto más acepto será su trabajo.
Un precepto claro tenemos sobre este punto; porque si la limosna corporal quiere Dios que se dé de buena gana, cuánto más la espiritual. Mas, para tener esta alegría debemos acogernos a la misericordia de aquel que nos la manda. Hablemos, pues, primero de la narración, después de los preceptos y de la exhortación, y finalmente de la manera de alcanzar esta alegría.
Exposición: historia del cristianismo
5. La narración es completa cuando empieza la catequesis por aquellas palabras: Al principio creó Dios el cielo y la tierra, y se continúa hasta el momento presente de la Iglesia. Mas no por eso debemos exponer detenidamente todo el Pentateuco, los libros de los Jueces y de los Reyes, los de Esdras y todo el Evangelio y los Actos de los Apóstoles, pues ni hay tiempo para ello ni es necesario. Más bien hay que recorrer por encima las cosas principales y destacar lo más admirable y lo que se oye con más gusto; que esto no conviene mostrarlo para quitarlo en seguida de la vista, sino que hay que detenerse en ello, y darle vueltas para que haga impresión en el ánimo de los oyentes. Las otras cosas pueden recorrerse rápidamente. De este modo no fatigaremos al oyente queriendo moverle, ni le confundiremos queriendo instruirle.
6. El fin que debemos tener siempre delante de los ojos es la caridad, que nace del corazón puro, y de la conciencia buena, y de la fe no fingida (1 Tim 1, 5), para referir a ella todo lo que dijéramos; y a eso mismo tenemos que mover a aquél a quien instruimos.
Todo lo que se escribió en los sagrados libros antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo no tuvo más fin que excitar el deseo de su venida, y figurar la Iglesia futura que es el cuerpo del mismo Cristo, y se extiende por todas las gentes, y abarca aun a los justos que vivieron en este mundo antes de la venida del Señor, creyendo que había de venir como nosotros creemos que vino. Así que cuanto está escrito en el Antiguo Testamento fue escrito para enseñanza nuestra (Rom 15, 4). Todo les sucedía a los antiguos en figuras, y todo se escribió por nosotros a quienes ha tocado el fin de los tiempos (1 Co 10, 11).
Compendio de esta historia: El amor de Dios que busca nuestro amor
7. Ahora bien, ¿cuál fue la causa de la venida del Señor, si no el mostrarnos Dios su caridad y hacernos ver la magnitud de ella? Porque cuando aún éramos sus enemigos, Cristo murió por nosotros, para mostrarnos que la plenitud de la ley es la caridad, y para que nosotros también correspondamos con amor; y así como Él dio su vida por nosotros, también nosotros demos la vida por nuestros hermanos. Y como Dios nos amó antes de que le amáramos nosotros, y no perdonó a su Hijo, sino que le entregó por nosotros, si antes nos costaba trabajo amarle, al menos ahora no nos cueste trabajo corresponder a su amor. Porque no hay cosa que excite más el amor que verse amado; y muy duro es el ánimo que si no quería amar, a lo menos no quiera corresponder.
Y es mucho de advertir que aunque los superiores también desean verse amados por los inferiores y les devuelven mayor amor cuanto más son amados, sin embargo, mucho más se inflaman los inferiores en amor cuando se ven amados por los superiores; porque el amor es mucho más puro cuando no procede de indigencia, sino del exceso de bondad; y si el inferior desesperaba ya de verse amado por el superior, ¿cómo no se encenderá en amor si viere que el superior viene espontáneamente a buscarle y a ofrecerle el amor que él no se atrevería a esperar? Pues, ¿qué superior más alto que Dios que es nuestro juez, y qué inferior más desesperado que el hombre pecador, el cual hasta tal punto había perdido la esperanza que Dios se interesara por él, que se había entregado como esclavo a las soberbias potestades del infierno?
8. Pues si por esto precisamente vino Cristo, para que reconociera el hombre cuánto le amaba Dios y se inflamara en amor del mismo Dios, y amara a su prójimo por mandárselo y enseñárselo aquél que nos amó aun cuando no éramos prójimos, sino enemigos, y si toda la divina escritura del Antiguo Testamento está escrita para anunciar la venida del Señor, y la del Nuevo Testamento para dar a conocer y hacer amar a Cristo, seguro es que no sólo la ley y los profetas se reducen a los preceptos del amor de Dios y del prójimo, según lo dijo Jesucristo, sino también los libros santos escritos después.
En el Antiguo Testamento está oculto el Nuevo, y en el Nuevo descifrado el Antiguo. Los carnales entienden las cosas carnalmente, según lo que estaba oculto, y por eso estaban y están aún sujetos al temor servil; los espirituales lo tienen ya descifrado, porque reina en ellos la caridad; y como no hay nada más contrario a la caridad que la envidia, y como la madre de la envidia es la soberbia, el mismo Señor Nuestro Jesucristo, Dios y hombre, es prueba del amor divino hacia nosotros, y ejemplo de la humildad humana entre nosotros, para que nuestra gran hinchazón de soberbia se cure con una medicina contraria mayor. Gran miseria es un hombre soberbio, pero mayor misericordia un Dios humilde.
Teniendo, pues, delante de los ojos este amor como fin de todas las cosas, para referir todas las cosas a él, cuanto digas dilo de tal modo, que aquél a quien hables oyendo crea, creyendo espere, y esperando ame.
9. Del mismo temor de Dios de quien vienen heridos los corazones hay que aprovecharse para edificar la caridad, de modo que, alegrándose el hombre de verse amado de aquel a quien teme, se atreva a corresponder a su amor y tema ofender a su amado, aunque pudiera hacerlo impunemente.
Raras veces, o por mejor decir, jamás sucede que quien viene a hacerse cristiano no venga herido por algún temor de Dios, pues si le trae la esperanza de algún provecho humano o el deseo de evitar alguna ofensa o enemistad de los hombres, no puede decirse que quiere hacerse, sino que quiere fingirse cristiano; que la fe no consiste en aprobar exteriormente, sino en creer de corazón. Y, sin embargo, ¡Cuántas veces vemos que este tal, conmovido por la misericordia de Dios y por el ministerio de la catequesis, resuelve hacerse lo que había pensado fingirse!
Examen de las intenciones del convertido
No sabemos nosotros cuándo viene con el corazón aquel que tenemos presente con el cuerpo, pero debemos portarnos con él de tal manera que se engendre en él esta voluntad, aunque antes no la hubiera. Y si la hubiere servirán nuestras palabras, para asegurarla y confirmarla. Bueno será que nos informemos, antes, si es posible, de aquéllos que le conocen, cuáles son sus intenciones, o qué cosa le ha movido a recibir la fe y si no hay quien pueda informarnos hemos de preguntarle a él mismo, para que de su respuesta tomemos el exordio de nuestra catequesis. Verdad es que si ha venido con pecho fingido, buscando provechos o huyendo inconvenientes temporales, responderá con mentira. Precisamente, en este caso, de lo mismo que finge hay que aprovecharse para empezar. No para refutar su mentira como si ya estuviera descubierto, sino que si dice que ha venido por alguna razón que te parezca justa, apruebes y alabes su propósito, y hagas que te parezca justa, apruebes y alabes su propósito, y hagas que conciba deseos de verse tal como quiere parecer. Mas si dijere algo indigno de un ánimo cristiano, hay que reprenderle blanda y suavemente como a ignorante y rudo, y mostrarle el verdadero fin de la doctrina cristiana, y esto brevemente, para no gastar el tiempo de la narración siguiente, pero con eficacia, para no edificar sobre un ánimo mal preparado.
10. Si dijere que ha recibido del cielo avisos o amenazas para que se haga cristiano, nos ofrece un camino excelente para comenzar, haciéndole ver cuánto cuidado tiene Dios de nosotros, y en seguida hemos de pasarle aquellos milagros o sueños a la sólida vía y a los oráculos seguros de las escrituras. Hay que hacerle ver que Dios no le hubiera compelido a que se incorporara a la Iglesia, ni le hubiera despertado con tales signos o revelaciones, si no tuviera ya preparado en las Escrituras el camino llano en el cual se acostumbra no buscar milagros visibles, sino a esperar los invisibles, y en el cual, ya no soñando, sino en plena vigilia, con más seguridad e insistencia, pudiera ser reprendido.
En seguida se ha de empezar la narración, haciendo ver que Dios creó buenas todas las cosas, y continuarla como está dicho hasta los tiempos presentes de la Iglesia; de modo que de cada cosa que se diga se den las causas y razones, con lo cual lo refiramos todo a aquel fin del amor a que debe dirigirse cuanto hagamos o digamos… Pero no nos detengamos en estas causas de tal modo que, abandonando el hilo de la narración nos perdamos en las extensas mallas de la discusión. Más bien han de ser las razones como el hilo de oro que une las perlas sin perturbar ni enredar el aderezo.
Preceptos y exhortación
11. Terminada la narración se ha de proponer la esperanza de la vida futura, defendiendo de las burlas de los infieles la resurrección de la carne y el juicio final, que será juicio de bondad para los buenos, de severidad para los malos, de justicia para todos; pintando vivamente las penas de los impíos, y anunciando con amor el reino de los justos y el gozo de la Ciudad eterna.
Después hay que proteger la debilidad del catecúmeno, contra las tentaciones y los escándalos de dentro y de fuera de la Iglesia. Fuera están los gentiles, herejes y judíos; dentro los que son paja en la era del Señor. No que hayamos de hablar contra cada clase de hombres perversos, sino en general haciendo ver que ya estaba profetizado que hubiera hombres malos en la Iglesia, y que esta tentación trae consigo gran utilidad para ejercicio de los fieles; y que tenemos medicina en el ejemplo de la paciencia de Dios, que ha resuelto tolerar estas cosas hasta el fin.
Mas cuando se le instruya contra las turbas de perversos que llenan las Iglesias corporalmente, dénsele al mismo tiempo con brevedad los preceptos de una buena y cristiana vida, para que no lo seduzcan los bebedores, avaros, ladrones, jugadores, adúlteros, fornicarios, los que pasan la vida en espectáculos, los fabricantes de drogas sacrílegas, los cantadores, los astrólogos y adivinos y demás de esta jaez, y para que no se crea a cubierto de castigo por ver a muchos, que se llaman cristianos, amar, defender, aconsejar, persuadir de todas estas cosas. Con testimonio de los libros sagrados ha de mostrársele el fin que espera a los que perseveran en tal vida, y cómo entretanto hay que tolerarlos en la Iglesia, de la cual al fin de los tiempos serán separados.
También hay que decirle que encontrará en la Iglesia muchos cristianos buenos, verdaderos ciudadanos de la celestial Jerusalén, si él quiere ser uno de ellos. Finalmente, que no ponga sus esperanzas en ningún hombre, porque no es fácil juzgar qué hombre sea justo; y aunque lo fuera, no se nos proponen los ejemplos de los justos para que ellos nos justifiquen, sino para que, imitándolos, sepamos que a nosotros también nos justificará el que les ha justificado a ellos. Y así también resultará que cuando aquel que nos empiece a aprovechar en ciencia y en virtud, y empiece a andar alegremente por el camino de Cristo, no atribuya este buen suceso a nosotros, ni a sí mismo, sino que a sí mismo, y a nosotros, y a todos sus amigos ame en Aquél y por Aquél que le amó a él cuando era su enemigo, para hacerle amigo por la justificación.
La plática se ha de acomodar a las personas y circunstancias
No tengo para qué advertir que, según sea largo o corto el tiempo de que dispones, ha de ser también tu discurso extenso o breve.
12. Pero no dejaré de decirte que si el que viene a catequizarse ha estudiado las ciencias más elevadas, es muy difícil que no conozca ya nuestros libros sagrados. Con este tal hay que proceder brevemente y no inculcarle lo que ya conoce, sino recorrer las verdades de la religión diciendo que supones que ya sabe esto y aquello. No debes dejar de preguntarle qué le ha movido a hacerse cristiano, y si ves que ha sido la lectura de algunos libros, ya sean canónicos, ya de otros escritores, dirás de ellos algo al empezar, alabándolos, con la debida diferencia que pide la autoridad canónica o la exquisita diligencia de sus autores; y ponderando en los libros canónicos la llaneza benéfica de su admirable altura, y en los otros el estilo mejor, más sonoro y más pulido, y por lo mismo más adecuado a los débiles ánimos de los soberbios.
También has de averiguar a qué libros está más aficionado; y si los conoces; o a lo menos por la voz de las Iglesias sabes que han sido escritos por algún católico de buena fama, apruébalos desde luego; pero si ves que ha dado con las obras de algún hereje y quizás sin saberlo ha recibido en su ánimo como doctrina cristiana católica lo que la fe reprueba, sácale suavemente del error, poniéndole delante la autoridad de la Iglesia universal, y de otros hombres doctísimos, que se señalaron defendiendo la verdad en sus disputas y en sus obras.
Aunque a la verdad, los mismos que fueron católicos hasta la muerte dejaron algo escrito a la posteridad, en algunos pasajes de sus obras, o no han sido bien entendidos, o como es propio de la debilidad humana, no fueron capaces de penetrar las cosas recónditas, y buscando lo verosímil se desviaron de la verdad, y fueron ocasión de que otros más presuntuosos y audaces engendraran alguna nueva herejía. Lo cual no es de admirar, cuando de los mismos libros canónicos, en lo que todo está dicho con la más pura verdad y rectitud, han sacado mucho, aferrándose a su parecer contra el de toda la Iglesia, dogmas perniciosos, rompiendo la utilidad de la comunión cristiana.
Todo esto has de tratar en sencilla conferencia con aquél que, siendo versado en la lectura de los libros de los doctos quiere venir a formar parte del pueblo cristiano; pero sin tomarse en ello más autoridad que la que él mismo te reconoce, como lo demuestra en la humildad con que a ti viene. Lo demás que toca a la fe, a las costumbres, a las tentaciones, se ha de explicar al modo dicho, dirigiendo todas las cosas a aquel fin supremo ya indicado.
13. Otros hay que vienen de las pobladísimas escuelas de los gramáticos y oradores, a los cuales no se les puede contar ni entre los ignorantes ni entre los doctos. A esto que en el arte de hablar descuellan entre los demás hombres, cuando vienen a hacerse cristianos hay que darles algo más de lo dijimos para los ignorantes: pues hay que amonestarlos con toda diligencia a que se vistan de humildad cristiana, y aprendan a no despreciar a aquellos que evitan con más diligencia los vicios de las costumbres que las faltas de lenguaje, para que si antes solían preferir la lengua ejercitada al corazón puro, no se atrevan ya ni a compararla con él. Sobre todo hay que inculcarles que se acostumbren a escuchar para que no se les haga despreciable su estilo pro no ser inflado, y para que no piensen que los dichos y hechos que se encuentran en ellos cubiertos con velos carnales, se han de tomar a la letra. Más bien hay que mostrarles prácticamente cuánto importan las sombras de los enigmas para excitar el amor a la verdad y evitar el entorpecimiento del fastidio, descubriendo con la explicación de alguna alegoría, lo que expuesto literalmente no les hubiera movido.
Entiendan que siempre las ideas han de anteponerse a las palabras al modo que se antepone al cuerpo el alma; y que, por tanto, han de preferir las cosas verdaderas a las cosas bien dichas, a la manera que estiman más a los amigos prudentes que a los bien parecidos. Sepan también que no valen las palabras delante de Dios, sino el afecto del corazón, y así no se burlarán cuando encuentren algunos prelados y ministros de la Iglesia que tal vez invocan a Dios con barbarismo y solecismos, o que no entienden ni separan bien las mismas palabras que pronuncian. No como si esto no hubiera que corregirlo para que el pueblo entienda bien y pueda responder: así sea, sino que deben tolerarlo, considerando que si en el foro valen los sonidos, en la Iglesia vale el corazón. La del foro puede tal vez llamarse “buena dicción”, pero nunca “bendición”.
Del sacramento que van a recibir les basta a los más prudentes oír lo que significa; con los ignorantes hay que detenerse un poco más, explicándoselo todo e ilustrándolo con ejemplos, para que no desprecien lo que no alcanzan sus sentidos.
La alegría del catequista. Causas que la destruyen y sus remedios
14. Tal vez quisieras que te mostrara con algún ejemplo cómo has de poner en práctica mis preceptos, y así lo haré, Dios mediante; pero antes tengo que hablarte, según lo prometido, de la alegría del catequista…
Te quejabas de que tus palabras te parecían ruines y despreciables cuando tenías que iniciar a algunos en las verdades de la fe. Esto no sucede por las cosas que se dicen, de las cuales sé que estás muy bien provisto, ni por falta de palabras, sino por hastío del ánimo; sea porque como dije, nos deleita tanto lo que contemplamos en silencio de nuestra mente, que no queremos que nos saquen de él para llevarnos al lejano estrépito de palabras; o sea, que aún cuando seamos aficionados a la oratoria, prefiramos leer gozando tranquilamente lo que está bien dicho por otro, más bien que ponernos a improvisar lo que no sabemos ni saldrá conforme a nuestro deseo, o si será provechoso a los oyentes.
También puede suceder que nos fastidie el tener que repetir otra y otra vez las mismas cosas tan conocidas ya, y que a nosotros no nos causan ningún provecho; porque el ánimo que ya se siente grande, no encuentra gusto en cosas tan triviales y pueriles.
Otras veces nos desanima la apatía de los oyentes. Y no que hayamos de ser ávidos de humana gloria, sino que las cosas que administramos son de Dios, y cuanto más amamos a aquellos que instruimos, tanto más deseamos que les agrade lo que les ofrecemos para su salud; y si no lo logramos, nos afligimos, y quedamos abatidos y desanimados como si perdiéramos el tiempo. Pues cuando nos sacan de alguna ocupación más agradable o más necesaria, y no nos atrevemos a resistir por no ofender a quien puede mandarnos o por la instancia de los que nos ruegan, llegamos a la catequesis ya perturbados, siendo así que para ella se necesita mucha tranquilidad; sentimos no poder disponer nuestras ocupaciones como quisiéramos, y no poder bastar a todo; y así resulta que el mismo fastidio hace la plática menos agradable porque la tristeza seca el ánimo y quita al discurso su frescura.
Tal vez sucede que estamos tristes por razón de algún escándalo, y entonces precisamente viene alguno y nos dice: mira, instrúyele a éste que quiere hacerse cristiano. No saben los que así hablan la aflicción de nuestro corazón, y si no podemos decírsela, cumplimos de mala gana lo que desean, y así no puede menos de salir lánguida y desapacible la instrucción fraguada en un corazón atribulado.
Primera causa: Tener que descender a cosas tan pueriles
Cualquiera, pues, que sea la causa que perturbe la serenidad de nuestra alma, hay que buscar en Dios remedios para aligerar esta opresión, y para volver a recobrar tranquilidad y alegría en tan buena obra, porque Dios ama a los que dan de buena gana.
15. Si la causa que nos aflige es que el oyente no penetra nuestro entendimiento, de modo que nos vemos obligados a abandonar la altura de nuestro pensamiento y descender largo trecho a declararle con palabras tardías y por largos rodeos lo que de un golpe se concibe, pensemos que también en esto va delante de nosotros aquel que nos dio ejemplo para que sigamos sus huellas (1 Pe 2, 21). Por mucho que la voz articulada diste de la vivacidad de nuestra inteligencia, mayor es la distancia entre la carne mortal y la majestad de Dios. Y, sin embargo, teniendo Él la misma forma de Dios, se anonadó a sí mismo y tomó forma de siervo hasta morir en una cruz (Fil 2, 6 – 8). ¿Por qué razón, sino porque quiso hacerse débil por los débiles, para ganar a los débiles? (1 Co 9, 22).
Oye cómo dice en otra parte uno de sus imitadores: Si salimos de nosotros mismos es por Dios; si nos moderamos es por vosotros, porque la caridad de Dios nos impele, pensando que uno murió por todos (2 Co 5, 13 – 14). ¿Y cómo había de estar dispuesto a dar su vida por nosotros si hubiera tenido a menos inclinarse hasta nuestros oídos? Así, pues, se hizo pequeño en medio de nosotros, como una madre cuida de sus hijos (1 Tes 2, 7).
¿Es, acaso, agradable, si no interviene el amor, balbucir palabras infantiles? Y, sin embargo, cuánto desean los hombres tener hijos con quienes hagan este oficio. Más gustoso es a la madre dar a su hijo bocados pequeños, que gustar ella misma los mayores. Pensemos también en aquel hermoso ejemplo propuesto por Cristo Nuestro Señor, de la gallina, que con sus lánguidas plumas cubre los tiernos polluelos, y si pían los llama con su ronca voz, y los esconde bajo sus blandas alas para que no sean presa del milano. Si nuestro entendimiento se deleita con sus más secretas profundidades, séanos también deleitable entender la caridad, cuanto más desinteresadamente desciende hasta lo ínfimo, tanto más robusta vuelve a su interior, con la satisfacción de que no busca nada de aquellos a quienes desciende.
Segunda causa: El éxito incierto de la plática
16. Pero tal vez quisieras más bien oír lo que está ya bien dicho por otros, que ponerte a decir de improviso lo que quizás no salga bien. Piensa en este caso que lo importante es que nuestras palabras no se separen un ápice de la verdad. Si en la forma tiene algo que criticar el oyente, debe aprender con esta ocasión que la forma vale poco, porque no tiene más oficio que hacer las cosas inteligibles: pero si nos ocurre alguna vez la debilidad propia del hombre apartarnos de la misma verdad, aunque esto no sucede fácilmente cuando se trata de catequizar a los ignorantes por ser este camino tan trillado, pensemos que Dios lo permite para ejercitar nuestra humildad, y para que aprendamos a no insistir en aquel error, lo cual nos llevaría a otros mayores, sino a dejarnos corregir con mansedumbre. Si nadie advirtiere nuestra equivocación, a nadie le hacemos daño, con tal que no se repita.
Mas, cuántas veces sucede que, pensando después en lo que hemos dicho, caemos en la cuenta de algo que no iba conforme a la verdad, y nos apuramos por saber si hemos causado perjuicio; y cuanto mayor es nuestra caridad más lo sentimos, sobre todo si ha sido recibido aquello con aplauso. En este caso, así como nos reprendemos a nosotros mismos en silencio, procuremos también, cuando se nos presenta la ocasión, sacar suavemente del error a aquellos a quienes, no la palabra de Dios, sino la nuestra, indujo a alguna falsedad.
Mas, si hubiere algunos tan ciegos, apasionados y locos que se alegren de que nos hayamos equivocado, murmuradores detractores, aborrecibles a Dios, como dice el Apóstol (Rom 1, 30), sufrámoslos con paciencia y con misericordia, ¿qué cosa hay más detestable y que merezca mayor castigo que alegrarse uno con gozo diabólico del mal del prójimo?
A veces, aun diciendo cosas verdaderas, el oyente se ofende con la novedad de algo que no esperaba. En este caso, si nuestra buena voluntad, hay que sanarle inmediatamente con autoridad y buenas razones, mas si resiste y rehúsa ser curado, consolémonos con aquel ejemplo del Señor que, ofendiéndose sus discípulos de una palabra suya que les pareció intolerable, y yéndose unos, dijo Él a los que le quedaban: ¿También ustedes quieren irse?
Tengamos en nuestro corazón la esperanza que la Jerusalén cautiva ha de verse libre, andando el tiempo, de la Babilonia de este mundo, y que ninguno de sus hijos perecerá, porque el que perezca no era hijo de ella. Firme es el fundamento de Dios y ostenta este sello; Dios conoce a los que le pertenecen, huya de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor (2 Tim 2, 19). Pensando esto e invocando a Dios en nuestro corazón, no temeremos tanto el éxito incierto de nuestras palabras, y nos alegraremos con las mismas molestias que trae consigo esta obra de misericordia, pues no buscamos en ella nuestra propia gloria. La lección o los buenos discursos de los otros nos parecerán aún más agradables después del trabajo; y con más confianza rogaremos a Dios que nos hable como queremos, si de buena gana nos prestamos a que él hable por nuestro medio como podemos; y así se cumple, que a los que aman a Dios, todas las cosas se les convierten en bien.
Tercera causa: Repetir siempre las mismas cosas
17. Si nos molesta repetir muchas veces las cosas muy sabidas acomodándolas al entendimiento de los pequeñuelos, unámonos con ellos por el amor fraterno, paterno y materno, y unidos así con ellos nos parecerán a nosotros nuevas las cosas que decimos. Cuando mostramos algunos sitios hermosos de la ciudad o del campo, que ya para nosotros son muy conocidos, a personas queridas, nuestro placer se renueva con el placer que les causa a ellos la novedad, y tanto más cuanto mayor es el amor, porque como vivimos y sentimos en ellos, se nos hacen nuevas las cosas que solían ser viejas. Y si hemos adelantado algo en el arte de contemplar, no queremos que se detengan admirando las obras hechas por los hombres, sino que pasen a considerar el arte excelentísimo de sus autores, y de aquí suban a conjeturar la sabiduría del Creador, en donde está el fin provechosísimo de todo amor. Pues, ¡cuánto más nos ha de alegrar el ver que se acercan los hombres a conocer a Dios, a quien hay que referir todas las cosas que se pueden conocer!
Añádase a esto, para aumentar nuestra alegría, el considerar de qué muerte de error pasa el hombre a la vida de la fe. Y si aún los más conocidos barrios los recorremos de buena gana para mostrar el camino a alguno que se había extraviado, con cuánto mayor placer debemos repetir la doctrina que ya para nosotros no es necesaria, para sacar de sus tristes errores a un alma fatigada con los desengaños del mundo, que anhela encontrarse en los caminos de la paz.
Cuarta causa: Insensibilidad del oyente
18. No es poco mérito perseverar en la enseñanza el debido término, cuando el oyente no se muestra movido; sea que llego de religioso temor no se atreve a manifestar su aprobación con alguna señal del rostro, o sea que se lo impide la vergüenza natural, o que no entienda o que no aprecie lo que oye. Como no vemos nosotros lo que pasa en su ánimo, hay que tentar los medios posibles para despertarlo y sacarlo de su inacción.
El temor excesivo hay que vencerlo con una suave exhortación; la vergüenza natural hay que prevenirla mostrándole interés, hay que preguntarle para ver si entiende, y hay que inspirarle confianza para que si tiene algo que aponer, lo haga libremente; hay que averiguar si lo que estamos diciendo ya lo había oído otra vez, y según su respuesta, ha de ser nuestro discurso más o menos sencillo o elevado, más o menos breve o extenso, y si el oyente fuere demasiado torpe y no hallare placer en ninguna cosa de las que decimos, hay que tratarle con misericordia, y despachando brevemente lo demás, inculcarle las cosas principales, la unidad católica, la doctrina de las tentaciones, la vida cristiana, el temor del juicio del futuro. Finalmente, en este caso, más hay que hablar a Dios por él, que de Dios a él.
19. Sucede también que a veces el que había empezado a oír con gusto, cansado ya de escuchar o de estar de pie da muestra de fastidio, y bosteza y muestra ganas de quererse ir. Cuando esto advirtiéremos debemos excitar su ánimo con alguna hilaridad que venga a propósito, o con alguna cosa maravillosa, o con alguna cosa terrible, o hemos de hablarle de sí mismo para que el cuidado propio lo despierte, pero sin aspereza, antes más bien con urbana familiaridad. Hemos de invitarle también a que se siente, aunque sin duda es mucho mejor, donde pueda hacerse sin inconvenientes, que desde el principio esté sentado. Es muy acertada la práctica de algunas iglesias trasmarinas, en las que no solo el prelado cuando habla al pueblo, sino los del pueblo también, se sientan; no sea que alguno, débil y fatigado de estar de pie, no pueda atender a la plática o se vea forzado a marcharse. Y eso que va gran diferencia entre que, de una gran muchedumbre, se retire fatigado alguno que está unido ya con la Iglesia por los sacramentos, o que se vaya, por no caer desfallecido, a aquel que aún no los haya recibido por primera vez, si por una parte no puede resistir el cansancio, y por otra, no se atreve a decir por qué se va. Lo digo por experiencia, pues me sucedió una vez con un hombre del campo a quien catequizaba; y desde entonces aprendí que esto debe evitarse. Porque, ¿quién podrá tolerar nuestra arrogancia, si no hacemos sentar delante de nosotros a nuestros hermanos, o mejor dicho, a aquellos que queremos hacer nuestros hermanos, siendo así que al mismo Señor, a quien asisten los ángeles, oía sentada aquella mujer de quien habla el Evangelio? (Ver Jn 10, 39).
Si la práctica hubiere de ser breve o si no hay sitio acomodado para sentarse, dejemos que oigan de pie, siempre que sean muchos y que no sean de los que han de ser iniciados; más si hablamos a uno o dos, o a unos pocos que han venido expresamente a hacerse cristianos, nunca debemos permitir que se queden de pie, y si alguna vez después de empezar advertimos su cansancio, obliguémosle a que se sienten, y digamos algo interesante que aleje de su ánimo las distracciones que empezaban a asediarles; digamos algo en tono festivo para animarles o en tono serio para hacerles entrar dentro de sí, pero siempre breve, no sea que se aumente el fastidio con la medicina con que queremos curarlo.
Quinta causa: Tener que interrumpir ocupaciones más gustosas
20. Si la causa de tu molestia es que te has visto forzado a dejar alguna ocupación más gustosa, debes pensar que, si exceptuamos las cosas que hacemos en servicio de los otros movidos por la caridad, es muy incierto si se ha de seguir alguna utilidad de lo que hacemos. Como no conocemos los méritos que tienen delante de Dios los hombres por quienes trabajamos, no podemos saber sino por tenues conjeturas, lo que les conviene, y así debemos ordenar las cosas que hay que hacer conforme a lo que nos parezca. Y si pudiéramos hacerlo así alegrémonos, no porque éste era el plan nuestro, sino porque era el plan de Dios; mas si ocurriere alguna cosa inesperada que perturbe nuestro plan, cedamos fácilmente, no nos desanimemos, hagamos nuestro plan que Dios nos impone, pues más justo es que sigamos nosotros su voluntad, que no que Él siga la nuestra. El mejor orden es aquél en que las cosas principales van primero; pues estando Dios por encima de nosotros, no debemos aferrarnos tanto a nuestro plan, que procedamos con manifiesto desorden. Ninguno ordena mejor lo que ha de hacer que aquél que está dispuesto a dejar lo que Dios impide, más bien que deseoso de hacer lo que su razón le dicta, porque en el corazón del hombre hay muchos pensamientos, pero la ordenación de Dios permanece para siempre (Prov 19, 21).
Sexta causa: Los disgustos que causan los malos
21. Si está tu ánimo perturbado por algún escándalo y te crees incapaz de hablar tranquila y serenamente, acuérdate de la caridad que debemos a aquél que por nosotros dio su vida, y de este modo, el mismo hecho de presentarse alguno que desea hacerse cristiano. Te servirá de consuelo y disipará tu tristeza, como suele la alegría de una ganancia hacer olvidar el dolor de una pérdida. Los escándalos nos afligen, porque vemos que se pierde el que los da, o que por él, se pierden los que son débiles. Pues el que viene a iniciarse te sirva de lenitivo al dolor, y si te viniere el temor de que éste mismo convertido llegue a hacerse hijo del infierno (Mt 23, 15), como tantos otros que tenemos delante de los ojos, de los cuales vienen los escándalos que nos afligen; no te desanimes con este pensamiento, que te sirva más bien él de estímulo, y según esto, prevén con toda diligencia al nuevo cristiano que se guarde muy bien de imitar a aquellos que no son de verdad cristianos, sino sólo de nombre; y que no se deje arrastrar para seguir con la muchedumbre apartándose de Cristo. Con mucho cuidado has de hablarle en este punto, no sea que no quiera entrar en la Iglesia de Dios donde hay tantos malos, o quiera entrar para ser uno de tantos. No sé qué fuego hay en las palabras cuando hablamos de estas cosas, si algún dolor presente les suministra pábulo; gracias al fuego que nos consume, decimos con ardor y eficacia lo que en circunstancias más apacibles diríamos con frialdad e indiferencia.
Séptima causa: Nuestros pecados y errores
22. Tal vez sucede que algún pecado o error nuestro es la causa de nuestra perturbación. Acordémonos entonces de que el mejor sacrificio que puede ofrecerse a Dios es el espíritu atribulado (Sal 50, 19); y de que la limosna apaga los pecados como el agua al fuego (Eclo 3, 33); y de aquellas otras palabras: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Os 6, 6). Y así como si nos viéramos en un incendio, correríamos a buscar agua para apagarle, y nos alegraríamos si alguno nos trajera a las manos, así cuando del heno de nuestra miseria se levante la llama de algún pecado alegrémonos de que nos presente ocasión de apagarle por esta obra tan excelente de misericordia. Pues claro está que si es bueno dar pan al que tiene hambre, mucho mejor es enseñar la verdad a las almas hambrientas de ella. Pero no es sólo esto; acuérdate que de la boca del Señor salió aquella terrible amenaza: “Siervo malo y perezoso, ¿por qué no pusiste mis tesoros en el banco?” (Mt 25, 27). Pues, ¿qué locura es que por hallarnos afligidos por un pecado queramos pecar de nuevo, no repartiendo los tesoros del Señor a quien los quiere y los pide?
Con éstas, pues, y otra consideraciones parecidas, se destierran la oscuridad y el tedio, y se contempla el ánimo para la catequesis, para que el oyente reciba con avidez y alegría lo que se le da alegremente y con abundancia de amor y solicitud. Todas estas cosas no soy yo quien te las dice, sino la caridad divina la que nos las dice a todos por el Espíritu Santo, que se ha influido en nuestro corazón (Rom 5, 5).
Ejemplos. Hay que atender a las circunstancias
23. Ahora, querrás que te ponga algún ejemplo de cómo se ha de practicar cuanto te he dicho. Pero bueno es advertir antes de hacerlo, que es cosa muy distinta dictar un escrito penando en el que lo ha de leer más tarde, y hablar a un oyente a quien tenemos delante; y cuando hablamos, de un modo se ha de hablar en secreto a puerta cerrada, cuando nadie puede juzgar lo que decimos, y de otro modo en público entre oyentes de distintas opiniones. De un modo se habla cuando nos dirigimos a uno, estando allí los otros como para aprobar lo que ya saben, y de otro cuando nos dirigimos a todo el auditorio: y en este caso, no es lo mismo hablar familiarmente en una reunión en que estamos sentados con otros que pueden decir también su parecer, o hablar desde un sitio elevado al pueblo que escucha con respetuoso silencio. Y cuando se habla así, hay que ver si los oyentes son muchos o pocos, doctos o ignorantes, gentiles de la ciudad o del campo, o de una y otra clase juntamente, o, en fin, un público compuesto de toda clase de personas. Según el caso no puede menos de ser distinta la impresión del orador, y conforme a la diversidad del afecto tiene que ser el aspecto del discurso, y conforme a éste será diverso también el afecto en los oyentes.
De mí te puedo decir que de una manera muy distinta me siento movido, según tenga delante de mí para catequizar, a un erudito, a un infeliz, a un ciudadano, a un peregrino, a un rico, a un pobre, a un particular, a un hombre de respeto o a uno que ocupa un puesto de Gobierno, a uno de esta tierra o de la otra, de uno u otro sexo, de tal o cual edad, de esta secta o aquélla; y según la diversidad de mi afecto empieza, continúa y concluye mi discurso.
A todos se debe la misma caridad, pero no a todos se ha de dar la misma medicina. La caridad da vida a unos, se hace débil, con otros; a éstos procura edificar, y tiembla de ofender a aquéllos, severa con éstos, de nadie enemiga; para todos, madre. El que no experimente con la misma caridad esto que digo me tiene por dichoso al ver que la fama celebra el don que Dios me ha dado de deleitar con mis palabras; mas, Dios que oye la oración de los humildes, verá nuestra humildad y nuestro trabajo, y perdonará todos nuestros pecados (Sal 24, 18). Así que si alguna cosa en mí te agrada y quisieras aprender de mí, mejor sería que vieras y oyeras cuando hablo, que no leas esto que ahora dicto.
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