Manuel del Campo
Guilarte
III. EL SÍMBOLO Y EL ACTO DE
FE
Damos un paso más,
analizando las relaciones que guardan entre si el Símbolo y el acto de fe.
Digamos ahora, de modo global, que el símbolo de la fe expresa al exterior el
acto de fe de quien lo proclama y que ambos, han de tender, por su propia
naturaleza, a constituir un todo unitario.
El acto de fe se dirige,
ante todo, hacia Dios mismo, como respuesta del hombre a su llamada y a su
amor. Cuando el hombre alcanza a descubrir y reconocer el don de Dios, un
impulso nuevo lo lleva a Dios: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28) como
respondió Tomás a Jesús. ¡Creo en ti, me fio de ti, me entrego a ti!, como un
acto interior y personal del hombre respondiendo a la presencia y al amor de
Dios. Después vendrá el acto exterior y público de la confesión de fe, el
reconocimiento, la proclamación y el testimonio de la fe.
La confesión de fe nos
remonta a las fuentes apostólicas, y en definitiva a Jesucristo. Nos remite y
enlaza con nuestro bautismo, donde proclamamos los acontecimientos de nuestra
salvación y su realización en nosotros por el sacramento bautismal.
Es a Dios a quien, ante
todo, el bautizado “reddit Symbolum” (da razón del símbolo) que antes había
sido transmitido y enseñado por la Iglesia (Traditio
Symbolí) y ahora, ante la Iglesia y en presencia de la comunidad cristiana,
proclama en voz alta[1]. Este acto, en el marco
del bautismo, se constituirá en adelante para el creyente, en norma y criterio
de referencia de la confesión de la fe ante Dios, ante la Iglesia y ante los
hombres a lo largo de toda su vida.
La confesión de fe ante Dios
es, primeramente, un acto de culto a Dios, de acción de gracias y de alabanza.
A la vez, el creyente, al confesar la fe, se adhiere al Símbolo que ha recibido
de la Iglesia entrando en comunión con ella. Una fe, vínculo de comunión y de
unidad que construye la Iglesia[2].
Pero volvamos al acto de fe
como acto interior y anterior del hombre. San Agustín hace notar que, en
relación con Dios, hay tres dimensiones que integran el creer del hombre: credere Deum (creer en Dios), credere Deo (creer a Dios), credere in Deum (creerle a Dios).
Henri de Lubac, comentando
estas palabras dice: “Son tres los actos que van encadenándose el uno con el
otro, siguiendo una progresión necesaria. Únicamente el tercero, que supone e
integra a los dos anteriores, caracteriza a la verdadera fe. Únicamente él
constituye al cristiano”[3]. Y comentando las palabras
de Jesús “La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado” (Jn 6, 29)
afirma: “…que creáis en Él (in eum)
no que le creáis a Él (eí). Pero si
creéis en Él, es que le creéis a Él; mientras que el que le cree a Él, no por
esto mismo hecho cree en él. Porque los demonios también le creían, y, sin
embargo, no creían en él”[4].
San Agustín, así como San
Ireneo y otros muchos escritores antiguos no dudarían en señalar el carácter
personal y único del movimiento de la fe que lleva al hombre a Dios, como
respuesta a la iniciativa divina, entregando a Dios su fe, creyendo en Dios,
confiándose a Él desde el fondo de su ser, consagrándose a Él.
Ahora bien, en la distinción
agustiniana de las dimensiones de la fe, éstas no son excluyentes entre sí. Se
trata más bien de distinguir para contrastar y poder discernir los rasgos
respectivos. Pero esto no significa exclusión ni negación. Es esencial el acto
de fe, como veremos a continuación, la unión indisoluble de la fides qua (dimensión subjetiva) y de la fides quae (dimensión objetiva) unidas
en un solo y único acto.
El acto de fe tiene como
fuente y origen el amor de Dios. Él es quien da el primer paso, saliendo de
nuestro encuentro para llevarnos a la plena comunión con Él, como proclama San
Pablo en su carta a los cristianos de Éfeso en un himno de acción de gracias y
de alabanza al Padre: “Bendito sea Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que
nos ha bendecido en Cristo… ya que Él nos eligió antes de la creación del
mundo, nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo…” (Ef 1, 3-10).
Acto de fe que es, pues, fruto de un pensamiento y de un acto de amor
precedente, libre y gratuito de Dios en Jesucristo. Y así, cuando en respuesta
al amor de Dios, el hombre se confía y
se entrega a Él, se inicia un acontecimiento de encuentro y de diálogo, se
establece un nuevo vínculo de reciprocidad y de fidelidad “interpersonal”, y el
ser entero del hombre queda comprometido y orientado desde el fondo de su ser.
Ha nacido una relación nueva, ahora no en la perspectiva del hombre y la
Naturaleza o del hombre y la Idea, sino entre la persona del hombre y la
Persona de Jesucristo, el Hijo de Dios. Por la fe, el hombre se entrega a Dios,
le ofrece su confianza y su amor; puede afirmarse que nace en él, por la fe, un
principio de fidelidad y de amor que marcará definitivamente su vida. Con razón
diría San Agustín: “Esto quiere decir creer en Cristo: amarle”[5]. Es en esta perspectiva
del amor de Dios y del reconocimiento y fidelidad por parte del hombre, en esta
dinámica de relación y de diálogo mutuo, donde el Papa Benedicto XVI ha querido
situar el acto de fe como opción fundamental de la vida del hombre: “No se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por
el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a
la vida y, con ello una orientación decisiva”[6]. Encuentro y opción
fundamental que implica en el hombre adhesión y confianza, fidelidad y
“obediencia de la fe” (Cf Rm 1, 5).
La fe entraña, en resumen, a
la vez La adhesión personal y el asentimiento al mensaje revelado. El Catecismo de la Iglesia Católica lo
expresa así: “La fe es ante todo una
adhesión personal del hombre a Dios; es, al mismo tiempo e inseparablemente
el asentimiento libre a toda la verdad
que Dios ha revelado” (CCE 159). Tanto la adhesión personal como el asentimiento
libre por parte del hombre suceden, por el don de la gracia, en lo más
profundo del ser. Poe eso es justo hablar del acto de fe como acontecimiento de
gracia que se produce en el encuentro del creyente con Aquel en quien cree[7].
Pues bien, esta unidad del
acto de fe que integra a la Persona y a la Verdad, que comprende a la vez la
adhesión personal y el asentimiento, se ha de predicar tanto el acto de fe como
del Símbolo de la fe. Tanto el acto interior de la fe como su expresión externa
en el Símbolo proceden de la misma fuente: el amor de Dios, y tienen su origen
en la confesión bautismal de la fe, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Confesión bautismal de la fe de la Iglesia que precede, engendra y alimenta a
los bautizados (carácter eclesial de la fe), que representa la respuesta libre
del hombre a la iniciativa de Dios (carácter personal de la fe), y contiene el
don de Dios que se adelanta y mueve el corazón del hombre para dirigirlo hacia
Dios (carácter teologal de la fe). Todas estas realidades constituyen el
entramado propio de la génesis de la fe: La Palabra de Dios anunciada y
testificada por la Iglesia, el don interior de la gracia, la respuesta libre
del hombre a Dios, la adhesión al “nosotros” de la fe, a la fe de la Iglesia[8]
[1] Véase cómo expresa esto SAN AGUSTÍN, Sermón 58, 13: “Reddite Symbolum
vestrum, reddite Domino, commemorate vosmetipsos…” (PL 38), 399…
[2] CF. DE LUBAC, La fe cristiana, 346 ss.
[5] SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos, 130, 1 (PL37, 1704).
[6] BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 1.
[7] En esta línea abunda la posición de K.
BARTH. Véase, por ejemplo, en su obra Introducción
a la Theologie evangélique.
[8] A la confesión dela fe y a la renovación de la misma somos invitados
por el Papa Benedicto XVI en la convocatoria y celebración del Año dela fe. Puede verse la Carta apostólica en forma motu proprio
“Porta fide”: especialmente los números 9 y 10.
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